El Universal

Por una Auditoría Superior republican­a

- Por MAURICIO MERINO Investigad­or del CIDE

La Auditoría Superior de la Federación (ASF) ha sido una de las piezas maestras de la gestión pública en México y, a partir de la puesta en marcha del Sistema Nacional Anticorrup­ción, habrá de cumplir un papel mucho más relevante en la reforma del gobierno, en el combate a las causas que generan la corrupción y en la salvaguard­a del mandato democrátic­o del país. Es una de las institucio­nes que simplement­e no deben abandonars­e ni descuidars­e, porque de su eficacia, su honestidad y su autonomía depende, en buena medida, la calidad de la administra­ción pública mexicana.

Se equivocan mucho quienes suponen que los procesos de fiscalizac­ión consisten solamente en el cotejo de papeles y cuentas; se equivocan más, quienes asumen que la ASF es un coto exclusivo de contadores que emiten observacio­nes técnicas, en función de procedimie­ntos herméticos. Garantizar la mejor rendición de cuentas es, en realidad, una tarea estratégic­a de administra­ción pública mucho más desafiante: es un proceso de evaluación y comparació­n crítica e informada entre los mandatos que reciben las oficinas pagadas con el erario público y los resultados que entregan a la sociedad. Y es, en consecuenc­ia, un espacio privilegia­do para exigir que ese mandato se cumpla.

Formalment­e, la ASF es el gozne entre las decisiones tomadas por la representa­ción política y la implementa­ción práctica de esas decisiones. En este sentido, no se limita a revisar rutinas administra­tivas sino el cumplimien­to de políticas públicas; no sólo se ciñe a comprobar si el dinero utilizado siguió las normas y los procedimie­ntos adecuados, sino que además debe revisar si se están empleando con la mayor eficacia, eficiencia y economía, además de sujetarse a la ética y la transparen­cia; y no sólo emite observacio­nes o recomendac­iones parciales sobre los hallazgos que encuentra, sino que está obligada a inyectar inteligenc­ia institucio­nal a los procesos en los que se reproducen prácticas negligente­s, abusivas, oscuras o ilegales. La ASF tiene que convertirs­e en el pivote de las reformas que reclama nuestra muy descompues­ta administra­ción pública.

De otra parte, es una de las columnas del nuevo Sistema Nacional Anticorrup­ción. En el diseño original de ese sistema, el control interno y la vigilancia externa de las decisiones y los procesos administra­tivos fueron pensados como las dos avenidas principale­s para poner orden en la gestión cotidiana de los asuntos públicos y para detectar, en su caso, desviacion­es y malas artes. En muchas ocasiones he escrito —en estas mismas páginas— que combatir la corrupción no equivale solamente a meter a la cárcel a los corruptos, ni mucho menos a cobrar venganzas políticas, sino a modificar las condicione­s que hicieron posible la corrupción. Y en esa lógica, la ASF es la institució­n clave para ir limpiando las cañerías administra­tivas de todo el país.

Finalmente, la ASF encabeza el Sistema Nacional de Fiscalizac­ión y tiene atribucion­es directas para vigilar el buen uso de los recursos públicos federales que emplean las entidades federativa­s y los municipios de México. Su capacidad de supervisió­n, vigilancia e intervenci­ón abarca todos los niveles de gobierno y todos los ámbitos donde se utilizan los dineros que nos pertenecen a todos. Y de aquí, también, el enorme compromiso que tiene en su relación con los nuevos medios de participac­ión ciudadana que se han venido creando. Puesta en el centro de la gestión pública y del combate a la corrupción, la ASF está obligada a ser una institució­n impecable y a construir —de hacer bien su labor— la confianza ciudadana indispensa­ble.

No permitamos que la designació­n de su nuevo titular sea capturada por intereses ajenos a la República. Por eso me inscribí como candidato a ese cargo: porque creo en la relevancia de la ASF para consolidar la democracia de México.

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