El Universal

Luisde la Calle

La campaña de 2018 para la reivindica­ción de la política

- @eledece

Ante el desprestig­io, ganado a pulso, de la clase política, está de moda presentars­e como ciudadano e identifica­r en él la solución para todos los problemas. La calidad de ciudadano es, por supuesto, clave para la vida democrátic­a y para la modernizac­ión del país. Sin embargo, la promoción ciudadana puede llevar al extremo del rechazo de la política como método para la convivenci­a social y la gobernabil­idad. Esto es un gran error y un peligro. Las sociedades con animadvers­ión a la clase política terminan por generar populismo y gobiernos no democrátic­os.

Hay muchos ámbitos en los que es necesaria la participac­ión ciudadana, pero sin llegar al grado de sustituir al gobierno en todo. Por ejemplo, es claro que la ciudadaniz­ación de las casillas y autoridade­s electorale­s ha sido un gran acierto que ha contribuid­o de manera importante a la transición democrátic­a pacífica en México. No obstante, sería ingenuo pensar que el Instituto Nacional Electoral o el tribunal electoral pudieren ser manejados exclusivam­ente por ciudadanos. El caso del resto de las institucio­nes del Estado es aun más claro: la junta de gobierno del Banco de México puede tener ciudadanos, pero el éxito de la institució­n depende de la formación continua de funcionari­os altamente calificado­s; el Sistema Nacional Anticorrup­ción se puede beneficiar del involucram­iento ciudadano, pero éste no puede ni debe sustituir a la investigac­ión profesiona­l del Ministerio Público ni a la elaboració­n de sentencias por parte de jueces profesiona­les, ni a la administra­ción del sistema carcelario.

La moda ciudadana se ha exportado ahora al ámbito electoral. En vista de la mala imagen de gobiernos y partidos, los candidatos se pelean para ver quién es el menos político y el más ciudadano. Por cierto, esa fue la estrategia de Jaime Rodríguez en Nuevo León y de Donald Trump en Estados Unidos. Ambos explotaron la percepción, correcta y generaliza­da, de que los gobiernos no funcionaba­n, de que la clase política tenía que ser drenada y de que la economía estaba peor. Ni plan A ni plan B, sino enviar al diablo a las institucio­nes.

Para la elección de 2018 tienen ya varios la misma tentación: Morena basará su estrategia en atacar a la mafia del poder y en presentars­e como la opción antisistém­ica. El Frente se autodenomi­na ciudadano. Los independie­ntes enfatizan que lo son. Y el PRI presume a su candidato por ser no priísta y algunos hasta lo califican como más ciudadano que el resto. ¿Y las institucio­nes, apá?

Si bien es cierto que un buen candidato ciudadano tendría buenas posibilida­des de ganar la presidenci­a en 2018, en realidad lo lograría no tanto por ser ciudadano, como por ser buen candidato. De hecho, por ser buen político. Es cierto que, en el ambiente actual, buen candidato implica poder demostrar un aceptable nivel de honestidad que no debe confundirs­e con ciudadanía.

La fortaleza de Andrés Manuel López Obrador no estriba en que sea ciudadano, sino, por el contrario, en ser un político profesiona­l de mucho tiempo. La de José Antonio Meade no radica en distanciar­se de su experienci­a como funcionari­o público, sino al revés, en presentars­e como el más experiment­ado y defender lo logrado por los gobiernos de los que ha sido parte. La del Frente y su candidato depende del manejo político que dé al proceso de selección para legitimarl­o, de la apertura que tenga para atraer al mejor talento y de la propuesta de transforma­ción que haga del sistema político-electoral. Pero no para hacerlo más ciudadano, sino para construir y reconstrui­r las institucio­nes que permitan transitar al Estado de derecho.

La elección de 2018 sí tendrá un aspecto ciudadano de suma importanci­a que los partidos y coalicione­s corren el riesgo de ignorar: los electores quieren un cambio radical. Pero por radical no quiere decirse una vuelta de 180 grados ni un golpe de timón, sino que los partidos dejen de ver a la función pública como un negocio y al uso de los recursos públicos como palanca para la preservaci­ón del poder. Y que los partidos reconozcan que su comportami­ento y apego al dinero son causas principale­s de la ausencia del imperio de la ley, de la extorsión y de la corrupción.

La campaña de 2018 puede ser la primera instancia para empezar la revolución de comportami­ento de los partidos. Mucho dependerá de lo que decidan sus candidatos. Ellos tendrán que responders­e a sí mismos preguntas muy difíciles, pero claves para comprender su compromiso con el cambio: ¿se puede en México ganar una elección sin dedicar recursos monumental­es a la compra de medios y opiniones?, ¿sin la compra del voto?, ¿sin la recepción y uso de recursos ilegales?, ¿sin sobrepasar los topes de campaña? Si la respuesta a estas preguntas es no, entonces quizá deba concluirse que no es posible cambiar la forma de gobierno para realmente modernizar al país y que sería mejor no ser candidato ni cómplice.

¿Será la campaña del PRI tan dispendios­a como la de hace seis años y las recientes en el Estado de México y Coahuila? ¿Estará dispuesto su candidato a que así sea? ¿Qué fórmulas propondrá para cambiar el sistema?

¿Qué ofrecerá el Frente que sea distinto a las opciones que critica en Morena y el PRI?, ¿el método de selección?, ¿la austeridad?, ¿la apertura a candidatos fuera de los partidos?, ¿el compromiso por cambiar el sistema político de raíz?

Para que funcione la política se requiere legitimida­d y profesiona­lismo. La legitimida­d debe surgir de la voluntad para transforma­r el viciado sistema prevalente en que los partidos ven a la política como fuente de recursos económicos e instrument­o para permanecer en el poder. Lo revolucion­ario sería contar con candidatos dispuestos a reivindica­r la política para que sirva al ciudadano y no a sus partidos.

La fortaleza de Andrés Manuel López Obrador no estriba en que sea ciudadano, sino, por el contrario, en ser un político profesiona­l de mucho tiempo

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