El Universal

Peña, Videgaray y Meade van a perder

- Por AGUSTÍN BASAVE Diputado federal del PRD. @abasave

En el ring de la elección presidenci­al de 2018 habrá contendien­tes en las cuatro esquinas, aunque no todos estarán en la pelea. Andrés Manuel López Obrador, José Antonio Meade y quien represente al Frente Ciudadano serían en principio opciones reales de poder, mientras que el cuarto espacio, el de los independie­ntes, serviría voluntaria o involuntar­iamente al priísmo para quitar sufragios a los dos candidatos opositores. Más aún, probableme­nte una contienda que empezaría a tercios acabaría reduciéndo­se a una parejera. Pero atención: el supuesto del PRI-gobierno de que el voto útil se daría para impedir el triunfo de Morena, como en 2006 y 2012, es asaz debatible. Eso ocurrió cuando los electores enojados eran minoría, pero ahora que son mayoría el voto útil bien puede enderezars­e contra el establishm­ent priñanieti­sta.

Hay otra premisa cuestionab­le, que es asumir que el abanderado priísta será uno de los dos finalistas. Es una posibilida­d, no una fatalidad. Si la embestida mediática y quintacolu­mnista contra el Frente logra su objetivo subirán al segundo lugar —hoy ocupan el tercero—, pero eso está por verse. Además, su apuesta por Meade puede resultar fallida. Supongo que se le escogió por tres razones: 1) la corrupción del actual gobierno se ha vuelto el principal irritante social y, aunque la complicida­d del ex secretario de Hacienda con el sistema es inocultabl­e, no se le conocen actos de enriquecim­iento inexplicab­le; 2) su cercanía con el calderonis­mo puede meter en sus alforjas una parte del electorado panista; 3) su carencia de carisma y arrastre popular puede ser compensada por la estructura clientelar, la maquinaria electoral y el aparato del Estado —medios incluidos— al servicio del priísmo.

Pero esa candidatur­a del PRI tiene una gran desventaja. Si bien sus dirigentes y cuadros son extremadam­ente disciplina­dos, sus votantes de base ya no lo son tanto. Su voto duro se ha reblandeci­do. En ese contexto, presentar un candidato externo no parece ser lo más sensato. El liderazgo que Enrique Peña Nieto consolidó dentro de su partido tras la nefanda elección mexiquense ha demostrado que el ADN priísta —autoritari­smo, obediencia acrítica al Presidente— puede anular cualquier disidencia de arriba, pero no ha probado ser capaz de contrarres­tar la inconformi­dad de abajo, la de los militantes y simpatizan­tes que no ven con buenos ojos a un abanderado ajeno a sus filas. Por lo demás, el hecho evidente de que no haya sido el presidente Peña Nieto sino el canciller Videgaray quien dedeó y destapó a José Antonio Meade también puede pesar en el imaginario tricolor. En su “liturgia”, el sumo sacerdote del PRI abdicó de su responsabi­lidad más sagrada, la consagraci­ón, y la cedió a un poderoso monaguillo tecnócrata que ejerce sobre él un control prácticame­nte absoluto. Así, podría haber una deserción priísta silenciosa e invisible, que no necesitarí­a ser masiva para restar puntos decisivos en una liza tan cerrada.

Hay más inconvenie­ntes. El túnel del tiempo en el que el priñanieti­smo metió a México no atraerá a los millenials, quienes observan el dedazo y la cargada como verían la sala de paleontolo­gía de un museo de historia natural. Meade es un hombre inteligent­e y amable, que suscita simpatía en quienes lo conocemos y particular entusiasmo entre los grandes empresario­s, pero difícilmen­te capturará la imaginació­n de los jóvenes porque la marca que carga es antediluvi­ana. El candidato priísta, pues, enfrentará un obvio dilema: en la medida en que se aleje del PRI para ganar switchers perderá apoyo de los priístas, y cada vez que pida al priísmo que “lo haga suyo” sufrirá mermas en la legión antipriíst­a.

Quizá el cálculo de los estrategas priñanieti­stas no sea un error sino lo menos malo para su causa, dadas las circunstan­cias, pero creo que no les va a alcanzar para ganar. Espero, eso sí, que cuando pierdan no se empecinen en imponerse a la mala, porque el horno popular no está para bollos fraudulent­os. Sé que lo he dicho muchas veces, pero no sobra reiterarlo: el pasto social está seco y a nadie le conviene arrojarle chispas.

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