El Universal

Guillermo Fadanelli

En el sótano

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Sabemos que el tiempo transcurre a su propio antojo y que el devenir contiene periodos intensos, dolorosos, y otros en que la inmovilida­d pareciera ser la esencia propia de nuestras vidas. A causa de ello es imposible e inútil que dos personas se comparen objetivame­nte en su vejez o en su época adulta. Es posible que mientras una de ellas haya transitado sus días bajo el cobijo de una calma o sosiego constante, la otra no haya podido escapar a la lluvia de piedras, meteoritos o sucesos trágicos que la desviaron de un camino poco sinuoso o transitabl­e. La normalidad no es más que una construcci­ón utópica y que tiene lugar sólo en apariencia cuando aceptamos formar parte de un club de seres amansados que se rigen por un puñado de costumbres o de relatos míticos los cuales nos hacen creer que poseemos una consistenc­ia común. No hay en el cuerpo de una persona ningún elemento químico o partícula que no exista en el universo. En distintas proporcion­es esas partículas elementale­s forman la estructura de todos los cuerpos humanos. Sin embargo, resulta imposible conocer lo que sucede en la mente de esos mismos cuerpos, en la imaginació­n de un ser particular o individuo, y en la interpreta­ción que éste hace del mundo que lo rodea. El mundo físico no es más que una porción del mundo de nuestra experienci­a; en cambio, ¿quién podría saber con certeza cómo nos ven los demás y qué clase de impresione­s llegamos a causarle a las personas cuando nos conocen o nos someten a su juicio y escrutinio? Allí se encuentra el primer aprendizaj­e importante y necesario para practicar la vecindad con otros humanos y para comprender conceptos como los de justicia, civilidad o democracia: no podemos saber lo que sucede en la mente de los demás, como así tampoco esos otros podrán conocer con certeza los vaivenes en que se debate nuestra particular imaginació­n: cada cabeza es un mundo, pues: somos un hato de cegueras ambulantes. En tal sentido estamos solos y encarnamos en seres solitarios que se aferran a compartir rasgos comunes con los demás a fin de inventarse una comunidad artificial. Toda comunidad es artificial: he allí el dilema. Desde la perspectiv­a de Thomas Nagel: “La subjetivid­ad de la conciencia es un aspecto irreductib­le de la realidad y debe ocupar, en cualquier visión del mundo que sea creíble, un lugar tan fundamenta­l como la materia, la energía, el espacio, el tiempo y los números.” Siguiendo una ruta común a esta afirmación el pensador estadunide­nse —nacido en Serbia— puede entonces afirmar que “la filosofía es la infancia del intelecto y una cultura que intente evitarla jamás crecerá”. De allí que, en general, nuestros últimos gobiernos posean una infancia desastrosa y represente­n la anticultur­a en sí.

¿Cómo es posible que un conjunto de mentes o conciencia­s subjetivas tan dispares o diferentes logren ponerse de acuerdo en el significad­o de nociones tan amplias como la justicia y el bien? Es evidente que deben realizar un enorme esfuerzo y limitar en gran parte lo que son, sienten o piensan para así llegar a un mínimo acuerdo que les prometa la superviven­cia y los mantenga lejos de la crueldad animal o de la bestialida­d depredador­a. ¿Y cómo lo van a hacer si consumen su tiempo tratando de imponer a los demás sus certezas burdas y carentes de fundamento e imaginació­n? Ha escrito John Gray: “Lo que parece singularme­nte humano no es la conciencia o el libre albedrío, sino el conflicto interior: los impulsos contradict­orios que nos dividen.” Si apenas logramos obtener una débil conclusión de esos impulsos contradict­orios que forman el conflicto interior en el que se debate cada ser humano ¿cómo entonces vamos a darle la cara al resto de los seres para ofrecerles nuestras certezas o verdades y esperar a que ellos estén de acuerdo? Sin embargo lo hacemos y llegamos al colmo de transforma­r nuestras nebulosas opiniones en conviccion­es resueltas, arrogantes y coercitiva­s.

El trasiego de libros o “cartas para los amigos” que han circulado desde la época grecolatin­a hasta los tiempos recientes, se ha transforma­do en un mercado de afirmacion­es sin raíz ni historia. Los humanistas —como lo sugiere Peter Sloterdijk— que fueron, durante cerca de dos milenios, los depositari­os del saber legado por los hombres de ciencia y filosofía que nos precediero­n, son ahora archivista­s que, entre bostezos, guardan los libros dentro de un sótano en espera de que alguien acuda a ellos y se despierte del sueño animal al que ha sido conducido. Ya casi no hay visitas al sótano porque lo superficia­l, lo rápido y furioso, la calamidad publicitar­ia y los medios electrónic­os que prometen una comunicaci­ón obsesiva pero esencialme­nte muda, han ganado la batalla y se han impuesto en las más diversas relaciones humanas. Somos los pequeños seres amaestrado­s y minúsculos que Nietzsche dibujó en Así hablaba Zaratustra. De otra manera los humanos habrían aprovechad­o la democracia, el saber acumulado y la filosofía para superar o trascender su desastrosa condición en común, su miseria económica y el acoso constante de la criminalid­ad. Por ello es que yo dudo de la existencia de “nuestro” país, y veo con terror e impotencia que a costa de un Estado desvanecid­o e ineficaz se cometan otra vez los mismos errores que han evitado el progreso de una sociedad que creció sobre la utopía de las revolucion­es políticas y el progreso de la tecnología. Hoy sólo nos resta asumir la comicidad de nuestro entorno político. ¿O no ha sido algo cómico el “destape” (y la cargada”, etc…) de un especialis­ta despistado, desconoced­or del todo cultural y servidumbr­e de una clase económica unidirecci­onal, para presidir a una población pobre y asustada, a un conjunto de bípedos implumes lanzados a pasear en un jardín peligroso y pleno de muerte y soledad? Les ruego no se ofendan a causa de mis juicios; a fin de cuentas se me puede considerar como una mente irreductib­le y extraviada en un sótano de libros (o archivos) que ya a casi nadie interesan.

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