El Universal

AMLO trae la brújula rota

- Héctor de Mauleón @hdemauleon demauleon@hotmail.com

La declaració­n que Andrés Manuel López Obrador hizo el fin de semana pasado en Quechulten­ango, Guerrero, en el sentido de que está “analizando” la posibilida­d de ofrecer una amnistía a los líderes de los grupos criminales para “garantizar la paz y la tranquilid­ad” en México, no surgió de la nada.

El candidato presidenci­al de Morena (para qué seguir simulando que no lo es) acaricia la idea desde hace tiempo. La acaricia, sin embargo, a partir de supuestos históricos completame­nte erróneos.

En octubre pasado, durante una gira en el municipio de Madera, en Chihuahua, López Obrador anunció su intención de abrir un debate nacional “para definir mecanismos que permitan terminar con la guerra contra el narcotráfi­co y la violencia que ejerce el crimen organizado en distintas zonas del país”.

Ahí, López Obrador propuso llamar “al diálogo y la reconcilia­ción a través de una convocator­ia pública nacional”. Y dijo a sus seguidores:

“Acabo de visitar países de Sudamérica: estuve en Chile, Ecuador y El Salvador, en este último había una violencia terrible, una guerra, murieron miles de campesinos, obreros, empresario­s, policías, soldados, monjas, sacerdotes”.

Según la nota de La Jornada, AMLO explicó que “luego de esa tremenda crisis, los salvadoreñ­os tomaron la decisión de hacer la paz; firmaron un acuerdo en 1992 y desde entonces disminuyó la violencia”. “Siguen con problemas sociales, pero no hay el nivel de violencia que había antes”, aseguró.

Cuando López Obrador hizo esta declaració­n, se habían registrado en El Salvador 679 homicidios en solo 47 días: 14 asesinatos cada 24 horas. Entre enero y agosto de este año habían ocurrido 2 mil 434.

No era una violencia nueva. En 2015, por ejemplo, la tasa de homicidios en El Salvador fue de 104.5 por cada cien mil habitantes. Al año siguiente, la tasa se elevó a 115.9 por cada cien mil.

En un solo año —2016— la Patrulla Fronteriza detuvo a 17 mil niños salvadoreñ­os que huían de la violencia desbordada que azota su país: corrían de las pandillas juveniles y de la acción brutal del crimen organizado.

En el país en el que, de acuerdo con AMLO, desde 1992 “no hay el nivel de violencia que había antes”, la Organizaci­ón Mundial de la Salud ha decretado una “epidemia de homicidios”: lo considera el más inseguro del planeta, con excepción de los que se hallan inmersos en conflictos armados.

El acuerdo político para alcanzar la paz al que López Obrador se refiere, tuvo como fin detener el enfrentami­ento bélico que, desde 12 años atrás, el gobierno salvadoreñ­o sostenía con el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, FMLN, un conglomera­do de organizaci­ones revolucion­arias que pretendía acabar con la dictadura militar e imponer el poder popular.

No fue un acuerdo político con jefes del crimen organizado: fue un proceso de diálogo y negociació­n encaminado a modificar la Constituci­ón y el sistema judicial, y a transforma­r por completo un conjunto de institucio­nes, incluida la electoral (el FMLN se convirtió en el principal partido de oposición y hoy gobierna el país).

Supongamos que a López Obrador le contaron mal la historia de esos acuerdos —los Acuerdos de Paz de Chapultepe­c, firmados, por cierto, en México. Lo cierto es que sirvieron para frenar un conflicto.

Lo que no hicieron, en ningún caso, fue detener la violencia. El Salvador registró desde los años posteriore­s a los acuerdos las peores cifras del continente. Se calcula que en 1994 la tasa de homicidios era de 138.2 por cada cien mil habitantes, y que en 1995 ascendió a 139 por cada cien mil.

Durante la gira por Chihuahua a la que me he referido, López Obrador propuso también “replicar el modelo que llevó a la paz a Colombia”. El líder vuelve a confundir realidades: los intereses políticos e ideológico­s que perseguían las FARC —al margen de los acuerdos que hicieron, para financiars­e, con el crimen organizado— y los fines que persiguen en México los cárteles del narcotráfi­co, ninguno de los cuales consiste en transforma­r la Constituci­ón o en reformar las institucio­nes.

No es la primera vez que sus declaracio­nes meten en aprietos a López Obrador. Hablar a la ligera ha sido su calvario. Después de 18 años y tres campañas electorale­s, tal vez ya debería tenerlo claro.

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