En las calles del vino
¿ Ysi lleváramos el vino a las calles? Podríamos montar pequeñísimas salas de degustación en banquetas de toda la Ciudad, en las que los propios productores compartieran sus aromas y sabores con la gente de a pie. ¡Mejor aún!, podríamos tomar teatros, museos y jardines públicos para realizar catas y armonizaciones con algunas de las más grandes etiquetas, dedicadas a demostrar que el mundo del vino es complejo y fascinante, ¡sí!, pero nunca excluyente. Podríamos.
El fin de semana tuve la oportunidad de participar en el festival Catando México 2017, que cada año reúne a productores de todo el territorio nacional en las calles y espacios públicos del Centro Histórico de Guanajuato. Leyó bien: en las calles.
Más allá de pretender masificar su consumo, el encuentro profundiza en el conocimiento del vino mexicano a través de degustaciones, actividades culturales y académicas abiertas a los transeúntes de la capital guanajuatense. En 500 metros de banqueta, literalmente, personas de toda procedencia y condición pueden conocer las distintas caras de la vid con un lenguaje comprensible, de la mano de sus propios creadores, sin el requisito de saber de “varietales”, “zonas productivas”, “aromas primarios”, “taninos…”
El ejercicio es relevante en varios sentidos. Primero, porque atrae nuevos consumidores, ansiosos por paladear este mundo de cultura y placer. Segundo, porque ayuda a romper con la imagen del vino como una bebida solemne y de difícil acceso, reservada exclusivamente para élites. Tercero, porque también obliga a los profesionales del sector a quitarse el tastevin para disfrutar de expresiones alcohólicas mucho más simples. La tarde del sábado, después de impartir un taller de espumosos queretanos a universitarios, abuelas, viajeros, sommeliers y uno que otro distraído que llegó al Museo Iconográfico del Quijote, recibí una invitación para recorrer algunas de las tabernas del Centro Histórico. Conversar en torno a los fermentados de uva fue el pretexto para tomar una mesa de La Clave Azul junto a Gato, Diana y Maki, mis compañeros de exploración.
En este mesón, escondido detrás del número 31 del callejón de Cantaritos, se defiende al vino y los espirituosos como vehículos de convivialidad; el espacio obliga a compartir, a beber comiendo, a contar anécdotas y recordar con discos de vinilo. ¡Olvide platos de la alta cocina y sofisticadas etiquetas!, aquí todo se resume en papas con ajo, jitomates con queso blanco, lechón rostizado e hígado encebollado que se funden con vinos de mesa genéricos, cervezas populares y destilados sencillos.
Me decía Gato que La Clave Azul es un refugio para quienes buscan disfrutar sin el compromiso de saber apelaciones, protocolos o conceptos técnicos. Para mí, es la muestra de que el buen beber no atiende a estatus, poder adquisitivo, edad o condición.