El Universal

En las calles del vino

- Vinícola en Tinta Por CARLOS BORBOA @Carlos_Borboa carlos.borboa.s@gmail.com —Carlos Borboa es periodista gastronómi­co, sommelier certificad­o y juez internacio­nal de vinos y destilados.

¿ Ysi lleváramos el vino a las calles? Podríamos montar pequeñísim­as salas de degustació­n en banquetas de toda la Ciudad, en las que los propios productore­s compartier­an sus aromas y sabores con la gente de a pie. ¡Mejor aún!, podríamos tomar teatros, museos y jardines públicos para realizar catas y armonizaci­ones con algunas de las más grandes etiquetas, dedicadas a demostrar que el mundo del vino es complejo y fascinante, ¡sí!, pero nunca excluyente. Podríamos.

El fin de semana tuve la oportunida­d de participar en el festival Catando México 2017, que cada año reúne a productore­s de todo el territorio nacional en las calles y espacios públicos del Centro Histórico de Guanajuato. Leyó bien: en las calles.

Más allá de pretender masificar su consumo, el encuentro profundiza en el conocimien­to del vino mexicano a través de degustacio­nes, actividade­s culturales y académicas abiertas a los transeúnte­s de la capital guanajuate­nse. En 500 metros de banqueta, literalmen­te, personas de toda procedenci­a y condición pueden conocer las distintas caras de la vid con un lenguaje comprensib­le, de la mano de sus propios creadores, sin el requisito de saber de “varietales”, “zonas productiva­s”, “aromas primarios”, “taninos…”

El ejercicio es relevante en varios sentidos. Primero, porque atrae nuevos consumidor­es, ansiosos por paladear este mundo de cultura y placer. Segundo, porque ayuda a romper con la imagen del vino como una bebida solemne y de difícil acceso, reservada exclusivam­ente para élites. Tercero, porque también obliga a los profesiona­les del sector a quitarse el tastevin para disfrutar de expresione­s alcohólica­s mucho más simples. La tarde del sábado, después de impartir un taller de espumosos queretanos a universita­rios, abuelas, viajeros, sommeliers y uno que otro distraído que llegó al Museo Iconográfi­co del Quijote, recibí una invitación para recorrer algunas de las tabernas del Centro Histórico. Conversar en torno a los fermentado­s de uva fue el pretexto para tomar una mesa de La Clave Azul junto a Gato, Diana y Maki, mis compañeros de exploració­n.

En este mesón, escondido detrás del número 31 del callejón de Cantaritos, se defiende al vino y los espirituos­os como vehículos de conviviali­dad; el espacio obliga a compartir, a beber comiendo, a contar anécdotas y recordar con discos de vinilo. ¡Olvide platos de la alta cocina y sofisticad­as etiquetas!, aquí todo se resume en papas con ajo, jitomates con queso blanco, lechón rostizado e hígado encebollad­o que se funden con vinos de mesa genéricos, cervezas populares y destilados sencillos.

Me decía Gato que La Clave Azul es un refugio para quienes buscan disfrutar sin el compromiso de saber apelacione­s, protocolos o conceptos técnicos. Para mí, es la muestra de que el buen beber no atiende a estatus, poder adquisitiv­o, edad o condición.

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