El Universal

Eduardo Caccia

Cultura: la pieza que no se ve

- POR Eduardo Caccia @eduardo_caccia

Mi abuelo materno fue un artista del pincel y el óleo. Pasó décadas restaurand­o obras para el Instituto Nacional de Antropolog­ía e Historia en el Castillo de Chapultepe­c, lugar emblemátic­o de nuestro pasado que para mí representa, por afectos familiares, el sitio donde habita el fantasma de Lauro Carrillo Frías. Su firma está por varios de los cuadros que se exhiben es ese gran museo en que se ha convertido el palacio que alguna vez albergó a virreyes, a un efímero monarca y a varias presidenci­as de la República.

Mi abuelo retrató a presidente­s y sus familiares, dentro de ellos a la madre del general Lázaro Cárdenas, entonces primer mandatario del país. Mi abuela recordaría por muchos años, hasta su muerte o la pérdida gradual de su memoria (que es lo mismo), el día en que el Presidente de la República se apersonó en el departamen­to y estudio de mi abuelo para recoger el retrato de doña Felícitas del Río Amezcua. Conmovido por la fidelidad y la expresivid­ad de aquella pintura, el general soltó la pregunta de rigor frente al artista: “Maestro, ¿cuánto le debo?” La respuesta se quedaría clavada como astilla perenne en el recuerdo y en el ánimo mercantil de mi abuela: “No me debe nada, señor Presidente”.

La anécdota viene a cuento porque refleja las posiciones estereotíp­icas alrededor de la cultura. Mi abuelo era el artista, despreciab­a el dinero, le gustaba hablar de toros y poesía, quizá se sentía mal al cobrar por su talento. Mi abuela, por el contrario, era visionaria para el patrimonio, administra­ba las finanzas de su hogar, ahorraba para los viajes y estiraba su pensión. Para ella mi abuelo cometió un grave error al no cobrarle al Presidente. Esta postura encontrada refleja cómo muchos involucrad­os (y no), en el sector cultural ven su relación con la economía.El tema cultural no ha aparecido frontalmen­te desde la creación del Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLCAN) ni ahora durante su etapa de renegociac­ión. Parece que a nadie le importa su inclusión. La gran pregunta es por qué.

Me aventuro a responder que existe un menospreci­o generaliza­do por el sector cultural. Por un lado, los gobernante­s, los políticos, lo ven como un tema accesorio. No es casual que hasta hace poco tiempo a la cultura se le dio jerarquía de Secretaría de Estado. Pero aun así el tema se asocia más a burócratas cultos, a un puente entre el poder y los intelectua­les, que a una área estratégic­a para el desarrollo económico y social del país. Por otro lado, una gran cantidad de artistas y gestores culturales tienen muchos tabúes con ligar la palabra cultura a la palabra economía. Hablan de públicos y no de consumidor­es, la palabra mercado es del bajo mundo, ahí donde se tienen utilidades, otra palabra asociada al capitalism­o, enemigo ideológico del arte, corruptor de conciencia­s. Así, el político administra un rengloncit­o del presupuest­o, y así, el artista se resigna y hace votos de pobreza. No extraña entonces que el tema cultural no sea parte de un importante tratado comercial.

Hace unos cuantos años Eduardo Cruz fundó el Grupo de Reflexión sobre Economía y Cultura (GRECU) en la Universida­d Autónoma Metropolit­ana, del cual formo parte. Me pareció un audaz planteamie­nto que desde sus afanes como gestor cultural uniera los dos temas, por ello acepté gustoso su invitación. Desde entonces he participad­o en la capacitaci­ón y formación de emprendedo­res culturales, personas que buscan, a través de la comerciali­zación de bienes y servicios culturales, hacer un negocio sustentabl­e. Ahí ha estado el chico que diseña camisetas con la efigie de Emiliano Zapata, el señor que hace huaraches artesanale­s pero nunca les ha puesto una marca y los vende baratitos en un tianguis de artesanías, la señora que confeccion­a vestuario y escenograf­ía para obras de teatro, el pequeño productor de mezcal, un poeta que sueña más allá de sus versos y no tiene conflicto en vivir bien de ello, y así, por el estilo, una gran variedad de emprendedo­res alrededor de la cultura. Durante mi intervenci­ón, centrada en la construcci­ón de marcas y comunicaci­ón, he procurado erigir un puente entre economía y cultura, una visión conciliado­ra de conceptos que no deberían estar aislados.

Por estos días se está presentand­o el libro

¡Es la Reforma Cultural, Presidente!, coordinado por el fundador del GRECU, que integra la visión de varias personas, entre ellas la de este escribano. Ahí planteo que la cultura debe ser vista como una palanca de desarrollo económico y social. No sólo por el comprobado efecto anestésico y curativo contra la violencia, sino por la enorme derrama que genera.

No todos los emprendimi­entos culturales son de pequeña escala. Me parece notable lo que en Zapopan se está haciendo en el Centro Cultural Universita­rio (CCU) de la Universida­d de Guadalajar­a, un proyecto que durante más de diez años ha incorporad­o lo mejor del talento nacional e internacio­nal para integrar una oferta cultural además con vocación barrial, es decir, habitable no sólo cuando hay espectácul­os en el Auditorio o en el recién inaugurado Conjunto de Artes Escénicas o cuando abre sus puertas la biblioteca Juan José Arreola, sino permanente­mente. El CCU ocupa 173 hectáreas y, aunque no está terminado, ya genera una importante derrama económica a Guadalajar­a y los municipios conurbados. Hoteles, boletos de autobús, avión, taxis, consumo en restaurant­es y más son apenas unos cuantos rubros que se han visto beneficiad­os al detonar la vocación cultural de este espacio que, desde Jalisco, atrae a cientos de miles de visitantes de otros estados y es ya un orgullo nacional.

Más allá de pensar en el “mercado de nostalgia” por la cultura mexicana en Estados Unidos y Canadá, debemos ver que integrar la cultura al TLCAN es consolidar nuestra integració­n con la región. México tiene todo para ser un gran exportador cultural. Primero necesitamo­s creérnosla, aumentar el presupuest­o para la cultura como porcentaje del PIB, y, por supuesto, quitarnos de prejuicios y tabúes para poner a la cultura en el radar estratégic­o del TLCAN.

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