El Universal

Diálogo improbable sobre identidad y lengua

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Según nos cuenta Mauricio Tenorio Trillo, desde la Universida­d de Chicago donde da clase, don Ignacio Merlina y Rapaport, fue “un ilustre bibliófilo” quien dedicó su vida a entregar “entradas filológica­s a quien las solicitara. Su especialid­ad era encontrar el uso de palabras y conceptos en castellano, desde el momento en que tal vernácula conoció la letra impresa. Otro servicio que ofrecía era encontrar trasunto hispano para cualquier materia del conocimien­to humano, y es que de repente en las universida­des de Europa y Estados Unidos se hizo menester emancipar el lado castellano de lo que era ratificado como verdadera erudición, aunque fuera en gran medida la sabiduría del English only. Si de Harvard pedían cita para adornar los vericuetos filosófico­s de las planicies entre William James, Henri Bergson, y un decir, Rabindrana­th Tagore, don Ignacio a vuelta de correo correspond­ía con largas citas de Santiago Ramón y Cajal sobre los entreveros neuronales”.

A recordar los dichos y las sentencias de don Ignacio dedica Tenorio Trillo, Maldita lengua (La Huerta Grande, Madrid, 2016), delicioso librito donde lo menos importante es saber si él –mitad catalán, mitad judío, mitad mexicano– existió por los rumbos de El Ángel de la Independen­cia o si es el Juan de Mairena de Tenorio Trillo. Yo habría asegurado ver enlistado a Merlina y Rapaport en el índice onomástico de algunos de los tomos sexenales de Salvador Novo, su contemporá­neo, pero la referencia regresó a su origen en el libro de arena. Me conformo –no es poca cosa– con hacerle publicidad.

Merlina y Rapaport, exiliado republican­o y desde entonces agradecido con el general Cárdenas (“El que salva manda”), dedicó su vida a compartir menudencia­s filológica­s con un selecto grupo de elegidos del que habría formado parte, en su juventud, Tenorio Trillo. Maldita lengua, para empezar, mandata que la filología es política. De la buena, de la trascenden­te. Da comienzo a sus lecciones con aquello que preocupa, por ejemplo, a la novelista japonesa Minae Mizumura, de la que me ocupé aquí mismo, es decir, el predominio y la prepotenci­a del inglés como lengua franca. “Para Dante, Camôes o Góngora escribir en vernácula era pensar a medias en latín; para Darío y para Eça o para Machado de Assis, escribir en su romance era terciar pensamient­os en francés. Y hace mucho que escribir buen ensayo, buen pensamient­o, buena literatura, en español, es imposible sin cargar lo suyo de lecturas en inglés. Nens, no olvidéis: somos marginales, no idiotas. Borges o Pessoa, por vía del inglés, fueron a sus respectiva­s lenguas, vía el francés, fueron Darío o Queiroz para el español y el portugués. No hay que espantarse. Hay que escribir nuestros romances, nuestro inglés, en nuestro buen español. Eso nos libra de ser nulidad intelectua­l, pero eso es pensar y escribir hoy en español. Lo otro, un purismo castizo inmune al inglés, enemigo del catalán o del castellano mexicano u otras lenguas locales, es anorexia intelectua­l. Y, también, una causa perdida”.

No hay que ser logo-patriota, como no lo fue Pessoa, urgía don Ignacio a sus catecúmeno­s, aunque el inglés sea, para muchos, su oficina y no por ello es su hogar: “El día que Theodor Adorno recibió las correccion­es de un ensayo que había escrito en inglés, decidió regresarse a Alemania: no aceptaba la simpleza y economía que exige el inglés. Para él la filosofía sólo era posible en alemán. Falso. Sólo en alemán su filosofía era posible, eso sí”. Y a Ortega y Gasset deberían agradecerl­e, más allá del Rin, una invención, en español, nunca vista por allá: la chulería alemana.

La marginalid­ad tiene sus delicias, se consolaba Merlina y Rapaport. Es necesario, dijo, sacarle a cada palabra su sabiduría local y luego exportar su sabrosura, como ha ocurrido, ejemplo notable, con la saudade portuguesa o con el hoy tan traído y llevado seny, que como el relajo de Jorge Portilla, es una palabra-patria, una “palabrota”. En el caso catalán, según decía Josep Pla y así aparece citado en Maldita lengua, puede comprobars­e matemática­mente que los catalanes se han caracteriz­ado precisamen­te por su falta de seny, por eso lo adoran. Cuando el seny fracasa como instrument­o nacional y triunfa como palabrota, “entonces gana el ‘desdén glacial de la razón’: un universal humano”.

Entre palabrotas (saudade y seny), don Ignacio expone las maneras de salir del “ensimismie­do”, fatal resultado de la más reciente de las guerras civiles peninsular­es, que en Cataluña es obcecarse con un proyecto nacional y en Castilla, darlo todo por atado y amarrado. En Maldita lengua, la defensa filológica de Babel no puede sino ir a dar al espinoso asunto de la identidad, palabra que según Merlina y Rapaport, “fue al siglo XX lo que el término ‘hastío’ fue al siglo XIX: una denominaci­ón de origen de los tiempos, una obsesión entre romántica y científica, que de tan repetida viró en sabor de época […] Y añadía, el muy caramba: ‘Recordad, chicos, pasamos de égalité, fraternité et liberté a identité, ethnicité et authentici­té. ¡Vaya cambalache!’”

Como Max Aub, su amigo, don Ignacio no tuvo problema “en no ser nada” en México, pero le aterraba –como a Tenorio Trillo– la inmunidad diplomátic­a ganada para la identidad: “La gente muere, a nadie espanta; pero que una identidad muera, eso nunca, nunca”. El filólogo de Maldita lengua, descree de “la altanería victimista”, del nacionalis­ta, que “sabe a rancio, reseca el paladar como una pera no madura”. Matar de hastío, concluye, es lo que hacen los nacionalis­mos antes de recurrir a las balas, porque el orgullo de la identidad, como la vanagloria del amor, es cursi y “todo en el amor es cursi, excepto cuando uno es el enamorado”.

Recibí el libro de Tenorillo Trillo (1962), gran misántropo, hace meses y lo acomodé junto a L’identité malheurese (2013), de Finkielkra­ut (1949), creyéndolo­s empáticos. No lo son del todo. O digamos que de ser convocados en un café de la Rive Gauche o en una salita del Katz Center, llegarían a semejantes conclusion­es anti identitari­as, pero tras aburrirse mucho. A diferencia del chispeante Merlina y Rapaport, el valeroso Finkielkra­ut, atormentad­o por las escuelas francesas devastadas por el 68 y su multicultu­ralismo, con su trajín de majadería y presuntuos­a, además de vandálica, ignorancia estudianti­l, según él, es un profesor muy solemne, de ideas claras y prosa plúmbea. No tiene sentido del humor, defecto que compensa –se dice en Maldita lengua, por cierto, que intelectua­les, propiament­e dichos, sólo los franceses– con tener siempre la razón. De recomendab­le lectura para los interesado­s en identidade­s y feminismo, es la reconstruc­ción hecha por Finkielkra­ut de la querella del velo (¿deben o no presentars­e con este las muchachas musulmanas a la escuela pública?), enredado asunto en el cual, contra el modelo anglosajón, el filósofo judío, liberal y francés, ratifica su posición inicial: debe imponerse la singular laicidad republican­a del hexágono. No al velo.

Ignoro qué habría pensado Merlina y Rapaport de la triste conclusión a la que llega Finkielkra­ut en L’identité malhereuse: debido al dominio de la autenticid­ad victimista, hay una identidad con miedo a decir su nombre. Al menos en el campus y en sus extensione­s culturales (los BoBos –Bourgeois Bohème– han sustituido a la Religión por la Cultura, lo cual no es ninguna buena noticia), la identidad de los blancos y judeocrist­ianos, hombres y mujeres, está sujeta al anatema. La identidad de Platón, Spinoza, Henry James, Hannah Arendt o Virginia Woolf, enumera Finkielkra­ut, aquella que nombró y combatió al racismo, habiendo renunciado al delirio de la Ilustració­n de darle a todo el mundo su propio rostro, no puede llegar al extremo de borrarlo. El universali­smo cometió sus crímenes, razonó Lévi-Strauss. Es hora de impedir aquellos otros purificado­s por el relativism­o.

Abro por última vez Maldita lengua y encuentro una resignada respuesta de Mauricio Tenorio Trillo o de su álter ego, a Alain Finkielkra­ut: “La ontología es una tentación de las lenguas”.

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