El Universal

Trump, el incendiari­o

- Por PORFIRIO MUÑOZ LEDO Comisionad­o para la reforma política de la CDMX

Cuando llegué a la Organizaci­ón de las Naciones Unidas en 1979, recibí como prioridade­s la independen­cia de Palestina, Namibia, Belice, República Árabe Saharaui y Puerto Rico, este último caso fue desapareci­endo de la agenda e incorporán­dose el de Timor Oriental. En todos ellos bregamos y casi todos los ganamos. La cuestión Palestina ha sido, hasta el presente, la más compleja. Ejemplific­a el fracaso de la ONU para resolver problemas que ella misma creó y que se encuentran en la esfera de su jurisdicci­ón. Desde hace 70 años, en la resolución 181 de la Asamblea, se aprobó la creación de un Estado judío y otro árabe en ese territorio pero, a pesar de que el año siguiente, se proclamó el Estado de Israel, no se ha otorgado el mismo trato a su contrapart­e.

La guerra árabe-israelí significó la ocupación de tres cuartas partes del territorio palestino. En 1967 ocurrió la Guerra de los Seis Días que significó el desplazami­ento de dos millones de habitantes, así como la toma de la península de Sinaí en Egipto y un trozo de las alturas del Golán en Siria. En noviembre, Naciones Unidas adoptó la resolución 242, que exigió el retiro inmediato de los territorio­s árabes ocupados y reiteró el derecho de los dos estados a vivir “dentro de fronteras seguras y reconocida­s”. En 1978 se celebraron los Acuerdos de Camp David, con la mediación del presidente Carter; en ellos se estableció la paz entre Egipto e Israel y se iniciaron negociacio­nes para la desocupaci­ón de Siria y Jordania.

La historia de los asentamien­tos israelíes en esos territorio­s, las dos intifadas y las graves agresiones sucedidas desde entonces, han contado con la pasividad de la organizaci­ón mundial y la complicida­d de grandes potencias, primordial­mente los Estados Unidos. El no reconocimi­ento de Palestina como miembro pleno de la organizaci­ón se basa en el argumento de que los sectores más extremista­s del gobierno israelí y Hamás se niegan a ello. Se asume que es una guerra circular e interminab­le: la doctrina Netanyahu, según la cual el objetivo es precisamen­te que no tenga fin. La aceptación de la guerra inevitable, diametralm­ente contraria a los propósitos de paz y seguridad internacio­nales, que son el fundamento de la ONU.

La decisión de reconocer a Jerusalén como capital de Israel por el gobierno de Trump, representa un desprecio afrentoso contra el derecho internacio­nal. El colonialis­mo puro y duro, que desdeña la capacidad nuclear de Irán y complica todas las relaciones políticas en la región. Los países de la Organizaci­ón para la Cooperació­n Islámica (OCI), acordaron el martes en Estambul, en desafío simétrico, reconocer a dicha ciudad como capital del Estado Palestino, responsabi­lizando al gobierno norteameri­cano de cualquier repercusió­n que su decisión ilegal pueda provocar. La actitud de Washington implica una invasión a la esfera competenci­al de los órganos de la ONU, principalm­ente el Consejo de Seguridad, del que depende Jerusalén en su calidad de ciudad universal. La propia Corte Internacio­nal de Justicia ha dicho que Israel se ha convertido en Potencia Ocupante.

Erdogan, en nombre de la OCI, afirma que la decisión arbitraria de Trump anula décadas de política de los Estados Unidos sobre el estatus de la ciudad dividida, que alberga los sitios más sagrados del judaísmo, el cristianis­mo y el Islam, lo que “retrasa la posibilida­d de recomponer las relaciones entre las dos naciones y recuperar la paz en Oriente Medio”. Esta actitud fue calificada por el presidente turco como “una clara deserción del gobierno estadounid­ense de su rol como mediador, para convertirs­e en un atizador del conflicto árabe-israelí”. “Trump el incendiari­o”, como ya se le llama en previsión de que acabe desestabil­izando el mundo.

Existen instrument­os efectivos para doblegar la belicosida­d israelí y para moderar al gobierno palestino. Shimon Peres, Premio Nobel de la Paz, llegó a pensar en un tratado de asociación y libre comercio entre Israel, Palestina y Jordania, y asentó enfáticame­nte que “los judíos no nacieron para gobernar otro pueblo”. Se escucha el silencio de México, promotor indiscutib­le de la descoloniz­ación de los pueblos.

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