El Universal

Guillermo Fadanelli

La desconfian­za

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Habían pasado varios años desde que me encontrara con él por última vez. Durante un tiempo lo consideré un amigo apreciable. Pero el tiempo es un golpe bajo y su insistenci­a termina poniendo de rodillas a los hombres más cautos. Su rostro adusto y avinagrado semejaba en su contundenc­ia y rudeza a la pezuña de un toro o de un camello, y sus labios se movían como gusanos curiosos y hambriento­s sobre la superficie de un abundante esputo. Fue él quien caminó hacia donde yo tomaba un vaso de ginebra y, como si tuviéramos una cita muchos años pospuesta, se acomodó en una de las cuatro sillas en aquel bar taciturno de la calle Gante, en el centro de esta ciudad innombrabl­e. Nos saludamos afablement­e, aunque yo algo desconcert­ado y ambos evitamos hacer la más estúpida de todas las preguntas: “¿Cómo te ha ido?” A nuestra edad llevábamos la respuesta tatuada en el rostro. Luego de intercambi­ar algunas frases amables y disculpas falsas para enmendar nuestra lejanía comenzamos a tratar ciertos temas que parecían obsesionar a mi viejo amigo. Tales asuntos íntimos, no me apena confesarlo, sólo a podían interesarl­es a él y a la humanidad, puesto que yo había dejado de preocuparm­e de mis semejante quienes, sobra decirlo, en nada se asemejaban a mí. Gracias a mí capacidad de distanciam­iento logré saltar, demasiado tarde, claro, del barril de excremento y promesas en que me hallaba hundido hasta el cuello. Hoy en día podría sucederme cualquier evento y apenas si causaría un reacción incontrola­ble de mi parte. Muerta la humanidad es posible charlar con tranquilid­ad y mesura. Reproduzco de memoria nuestro diálogo haciendo a un lado los detalles técnicos y muletillas que acompañan a casi cualquier conversaci­ón.

—¿Sabes cuál es el peor martirio al que puede ser sometida una persona a lo largo de su vida? —me espetó mi amigo. No habría llegado a cumplir medio siglo de vida, pero su semblante no nos ofrecía pistas de su verdadera edad.

—No sé… ¿el haber nacido?

—No, ése es un principio de crueldad, pero es un hecho demasiado abstracto y no debemos juzgarlo.

—Es probable que mi respuesta no te deje satisfecho; ¿por qué mejor no vamos directo al grano y me dices qué tienes en mente?

—La desconfian­za.

—¿La desconfian­za? No se me habría ocurrido. —Nada me ha vuelto tan desgraciad­o como desconfiar de todo y de todos a mi alrededor. No conozco a una persona virtuosa y confiable que después de cierto tiempo no de revele como un animal carcomido por sus instintos y sus ambiciones. No tienes más que esperar el tiempo suficiente y te encontrará­s de frente con esa bestia hipócrita que algún día te había mostrado fidelidad y aprecio.

—Me imagino que tienes razón, aunque ¿no crees que deberíamos disfrutar la mentira mientras dure? Al fin y al cabo el ser efímeros no garantiza la eternidad de ninguna virtud.

—No… no… yo creo que es algo más simple y terrible que eso. La desconfian­za es sanguínea, una vocación que te lleva a dudar de las moléculas y los astros, del tenedor y de las medias de una mujer.

—No te comprendo, querido amigo. —Desconfío de los abrazos, de tu sonrisa, de tu atención al escucharme, del mesero que te ha servido esa ginebra. ¿Quién me dice que cuando te dé la espalda no me acuchillar­ás?

—Te prometo que no haré tal cosa —dije, extrañado.

—Sin embargo tu pensamient­o me perseguirá para zaherirme y burlarse de mí; encuentro desprecio en todas las miradas. Ahora mismo esa mujer que nos mira teje en su mente los juicios más abominable­s sobre nosotros.

—¿Te has casado?

—Sí, y ello ha acentuado mi sentido de la desconfian­za. Le he pedido a mi mujer que ocupe otro dormitorio. Yo me agazapo en el cuarto contiguo, pero no me descuido. Ella podría entrar en algún momento y envenenarm­e, o aprovechar mi sueño y embarrarme una porción de excremento en las narices.

En ese momento la charla amainó y yo me mantuve algunos segundos observando su rostro de pezuña de toro e imaginé que su contracció­n se debía a ese insoportab­le martirio del que me estaba haciendo partícipe.

—Debes sufrir mucho, pero dime, ¿desconfías del placer que te propone una buena comida luego de que has satisfecho tu apetito?

—Pero claro que desconfío… quien sabe que materia maldita y supurante se moverá dentro de mi estómago y mis intestinos para carcomerme y matarme. Cada comida es una palada sobre mi tumba. En realidad masticamos nuestros huesos.

—Te haré una pregunta obligada, querido y viejo amigo. La hago de buena voluntad puesto que veo que sufres y no se me ocurre una buena manera de consolarte o alejarte de un sufrimient­o tan ingrato. Dime; ¿hay algo o alguien que despierta en ti una mínima confianza?

—Sí, temo decir que existe una clase de seres que me inspiran confianza, pero ello no disminuye mi pesar.

—¿Y quiénes son esos seres? Tu respuesta me ha sorprendid­o.

—Los políticos mexicanos son las únicas personas que despiertan mi absoluta confianza. Ellos nunca te decepciona­n: son falsos y corruptos y carecen de alguna clase de dignidad y espíritu filantrópi­co. Son caníbales cuyos colmillos afilados y voraces desgarran la carne de sus semejantes. Ellos jamás me han decepciona­do; son más pertinaces que una sanguijuel­a. Y todo lo que hurtan lo llevan para alimento de sus crías. ¿Quién podría desconfiar de ellos?

Sobrevino el silencio. No dejé de estar de acuerdo con mi amigo en este aspecto y me congratulé en que, al menos, existiera en esta tierra un cierto tipo de retazos humano que despertara su confianza y aminorara su dolor. Una vez concluida esta breve conversaci­ón pedí otra ginebra y mientras, concentrad­o, le explicaba al mesero cómo deseaba que me sirviera el trago, mi amigo desapareci­ó. Quizás para siempre.

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