El Universal

Sabina Berman

El primer lenguaje (2nda parte)

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Don Alberto —se detuvo el profesor gringo. Lo miró directo a los ojos. Y le aferró el hombro con una mano, apretándol­o hasta que don Alberto apretó los dientes. —Júrame que no me has mentido durante 30 años.

Mister Anthony había hecho una carrera académica con el amis como pieza central. Su plaza vitalicia de profesor en Yale dependía de que el amis fuera una verdad histórica. Su casa de dos plantas y su matrimonio con dos hijos dependía de ello. Si el amis no existía se volvería un paria sin hogar ni trabajo.

Y el estipendio mensual que don Anthony le enviaba a don Alberto hasta el pueblo de Chiconcuac y le había dado para vivir una década, también dependía de probar la realidad histórica del amis.

—Se lo juro, Mister Anthony —respondió don Alberto, y los ojos se le nublaron con llanto. —¿Cómo se lo pruebo?

—Muy sencillo —respondió don Anthony. —Necesito grabarte hablando amis con alguien más.

Ese “alguien más” tenía que ser por fuerza don Genaro, el otro último hablador del amis en el planeta, por lo menos a decir de don Alberto. Si los hombres conversaba­n en amis, el profesor podría publicar la conversaci­ón y batir a sus negadores.

Por la tarde, cuando don Alberto caminó por la calle de polvo y piedras sueltas del pueblo de Chiconcuac, no miró para nada el sol ni saludó a nadie. Solo esperaba el momento de pasar a un lado de la barda gris de don Genaro. Y cuando pasó, le gritó:

—Grava amis me —es decir: Hola amigo que amo.

Luego se llevó dos dedos a la boca y le chifló. Y el ojete de su amigo, no le contestó.

DonGenaroc­laroqueloe­scuchaba.Sordono estaba. Sentado en una silla de aluminio, la camisa blanca desabotona­da y abierta como solía traer su única camisa, el costillar dibujado en la piel correosa y oscura, la nariz de águila, en el patio de las casitas de ladrillo gris que él mismo construyó para sus cuatro hijas, se quedó quieto, oyendo el silbido de arriero del necio de don Alberto, y como solía desde siempre, entre dientes le mentó la madre en castellano.

Las construyó con sus propias dos manos, las cuatro casas de ladrillo gris y tejas de lámina, feas como la ceguera del albañil eficaz y resentido que era don Genaro. Para que las hijas no se le fueran, decía. Dos viven con marido, una perdió el marido en un accidente en la carretera, la otra nunca tuvo hombre fijo, trajo a sus hijos al mundo ella sola.

A su edad, esa es la vida de don Genaro: estar sentado en una silla de aluminio entre las corretizas de los nietos y los perros de la familia y las voces de las hijas y el fondo perpetuo del radio con música de cumbia.

Nunca nadie le ha oído hablar en amis. Solo se acuerda del amis una vez al día, al escuchar el silbido del ingrato Alberto, y de inmediato borra el amis de su mente con una refrescada a la madre del susodicho.

Pero esa tarde algo fue distinto. Luego del silbido y de la refrescada, de pronto vio entrar al patio al Alberto. Chaparro, llenito, cuadrado, con su cara de no quiebro un plato, el sombrero de palma entre las manos. Le empezó a decir en amis algo pero don Genaro lo atajó: —Salte de mi casa, ladrón. Entonces el intruso le habló en castellano de una reunión que debían tener con un profesor gringo. Le pagarían por ella 100 pesos. Vaya, 200 pesos. Don Genaro no le respondió. Nada más alzó la nariz de águila tantito más.

Tres días más tarde, los tres hombres en la plaza de cemento del pueblo se sentaron en una banca de hierro pintado de verde, a la sombra del amate más antiguo de Chiconcuac. Los tres mirando al frente.

Entonces el gringo le alargó el billete de 200 pesos. —¿Para qué? —preguntó don Genaro sin tomarlo.

—Para que hables con don Alberto en amis.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo. Y si va bien, cada tarde, y cada tarde te pago la misma cantidad.

En el nervioso silencio que siguió, don Genarocogi­óelbillete­yelgringos­acódesumor­ral un celular de última generación y murmuró:

—Lo voy encender, para grabar lo que ustedes se dicen en amis. Espero no le moleste don Genaro.

Lo encendió y lo adelantó entre los dos hombres.

—Pues no, carajo —dijo de pronto en castellano don Genaro. —No quiero hablar la lengua de los abuelos.

—¿Por qué no? —le rogó don Alberto. —No quiero y ya está.

El gringo le hizo ver que ellos dos eran los últimos hablantes de la lengua y que él quería preservar la lengua, para el archivo de la Universida­d de Yale.

—Que no —replicó don Genaro—. Deja que se muera la lengua, gringo encajoso.

—Es una lengua llena de sabiduría —rogó don Anthony—, debemos salvarla de morir. —Ah que caray, ¿dónde le ve la sabiduría? —Es la lengua con menos fricción con lo real que haya existido. Ni siquiera el sánscrito se ajusta mejor a la Naturaleza.

—Qué sabiduría ni que ocho cuartos —exclamó Genaro. —Es una lengua de perdedores. Los amis perdieron con los toltecas, con los aztecas, con los castellano­s, con los priístas, con los panistas. Que se muera esa lengua de pobres vencidos.

—Qué terco eres —intervino don Alberto y se puso en pie. —La bronca es conmigo, ¿verdad?

—Ya ni me acuerdo —dijo Genaro muy tranquilo.

—Es por la Marcela —insistió don Alberto. —¿Pero qué le hacemos si me prefirió a mí para esposo?

Se tocó la cicatriz de la mejilla: —De que me la cobraste me la cobraste, malandro.

—No es la Marcela —dijo don Genaro. —Lo que odio es que hayas hecho un negocio con la lengua de los tatas. Como si fuera solo tuya.

—Te estamos ofreciendo a ti entrarle al negocio —dijo Alberto.

—Pero es que además me caes mal —defendió Genaro su postura.

—Suelta ya el resentimie­nto —lo atacó don Alberto—, tanta bilis te va a matar.

—Alcontrari­o—dijodonGen­aro.—Sinosoy fiel a mis odios, qué me queda para vivir.

Se alzó de la banca. Lo vieron irse caminando, flaco como una raya en el aire, la camisa abierta inflada de aire.

Así es como termina todo en este mundo, pensó don Alberto. Por falta de amor. A las lenguas y a las especies y a los árboles, si no les llega el amor de la luz del sol, se secan, se marchitan, crujen y se vuelven polvo, nada.

Así es como termina todo en este mundo, volvió a pensar sentado en la banca todavía cuando ya atardecía, a un lado de don Anthony que tampoco hablaba en voz alta. Solo suspiraba hondo y expiraba el aire muy despacio, y en cada exhalación se imaginaba perdiendo lo que más amaba. Su casa de dos pisos entre pinos ahí en las afueras de la Universida­d de Yale, su esposa morena de pelo negro largo, sus dos hijos que se avergonzar­ían de su padre el profesor farsante, la misma Universida­d de Yale, donde había dado clases a diario 30 años y cuyos pisos antiguos ya no volvería a pisar.

Don Alberto le tocó al gringo la pierna como para decirle adiós y se alzó y se fue caminando, rengueando de la pierna derecha, bajo su sombrero de paja.

Fue cuando Mister Anthony en su imaginació­n perdió lo último —se vio con una pistola dándose un disparo en la sien— que empezó el viento.

A media calle, mezclado con el polvo gris que levantaba del camino, el viento le golpeó a don Alberto el rostro y le arrancó el sombrero, al mismo tiempo que don Anthony, aún sentado en la banca de la plaza, oyó la primera palabra en amis que no salía de la boca de su único informante. En la fronda del amate, veinticinc­o metros por encima de su cabeza, el viento la decía.

Don Anthony encendió la grabadora del celular. Dijo en inglés:

—Wind. —Y luego en castellano: —Viento. —Y luego alzó el aparato para grabar como lo seguía diciendo el amate en amis—: Rrrrrr rrrrrr.

Ahora que lo escribo, acá en Chiconcuac siguen don Alberto y Mister Anthony. Caminan largas horas bajo el sol, los dos con sombreros de paja. Se acuclillan ante un río y el gringo graba el rumor del río en su celular. Se suben al monte y graban a los insectos, las cucarachas, los moscos, las mariposas blancas. O se metenalasc­uevasparag­rabarelgot­eodelagua contra las distintas rocas, las planas, las picudas, las calcáreas. Y en las tardes se están sentados en el jardincito de don Alberto, la hierba hasta las rodillas, cada uno con un jarro de café negro en una mano, platicando en amis. POSTDATA. Feliz final de un año torturado. Que el próximo se abra más feliz. Esta que escribe se va fuera del país un par de meses. Nos vemos en marzo. Un apretado abrazo.

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