El Universal

Somos fantasmas que aman fantasmas

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“NObra negra osotros no somos clientes de Santa Claus”, le gustaba decir a mamá, razón por la que ese viejito bonachón no llegaba a la casa a dejarnos juguetes. Teníamos que esperar hasta el seis de enero a que llegaran los Reyes Magos, de quienes sí éramos clientes. De alguna manera era un buen negocio, pues los Reyes Magos nos dejaban cada uno un juguete, con Santa en vez de tres hubiéramos tenido uno según la lógica de mis padres. Para Navidad nos regalaban ropa (de esa que no le interesa mucho a un niño: calzones, calcetas, piyamas), que envolvían en papel celofán y acomodaban bajo “el árbol”, a lo que nosotros respondíam­os con nuestros regalos: pepitas y chocolates envueltos en papel periódico porque estaba de moda, también así forrábamos los cuadernos y libros de texto. Nuestro árbol de Navidad no era un hermoso pino que había viajado en el toldo del auto, se trataba de un tronco que mamá había recogido de la calle —como se recoge un perro— una vez que los jardineros, en voz de mi madre “unos desgraciad­os”, habían podado varios árboles en la colonia. Ese tronco fue nuestro árbol de Navidad durante años. Mamá lo pintó de blanco y lo decoraba con piñitas secas que recolectáb­amos del Desierto de los Leones o del Bosque de Chapultepe­c. Ese tronco de Navidad alguna vez tuvo esferas porque yo se lo pedí a mamá de manera frenética y también porque en la fábrica de vidrio en las que cambiábamo­s botellas por canicas se pusieron a tono con la época.

La fiesta preferida de mamá en diciembre era la de Año Nuevo, por eso pasábamos en casa de mis abuelos maternos el 31 de diciembre y el 24, que ella desdeñaba, en casa de mis abuelos paternos. Eso duró sólo unos años pues de pronto ambas fechas las terminamos pasando en casa de mi abuelo Juan y mi abuela Tony.

Yo prefería pasar la Navidad en casa de Marta y Demetrio, pues éramos quince primos más o menos de la edad y podíamos jugar escondidil­las dentro de la casa o salir a la calle y correr como locos gracias a todos los dulces que habíamos comido. Unos dulces que más bien no me gustaban nada, pues eran los insípidos dulces de la colación. Rompíamos dos o tres piñatas, que yo odiaba, no a las piñatas en sí, sino el hecho de intentar romperlas, pues me sentía (aún ahora) muy ridícula con los ojos vendados y mareada después de las mil vueltas que me daban mientras intentaba escuchar la orientació­n siempre errónea en muchas voces. Las piñatas de siete picos, tan bonitas y falsas, llenas de fruta de temporada: tejocotes, jícamas, cañas, mandarinas que terminaban pisoteadas en el suelo, pero que de todas maneras corríamos a recoger -una vez que el tío joven, harto de que los niños nomás no le dieran una a la olla de barro voladora, rompía de un solo golpe- y guardábamo­s en el cucurucho (uno de los siete pecados capitales) o la bolsa de plástico que las mamás siempre nos tenían preparadas. Era absurdo, de todas maneras, siempre había más fruta en la casa que podías tener de la que no cupo en la piñata, o tomar ponche donde al menos las cañas ya se habían aguadado un poco.

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