El Universal

Última cena en la tundra

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POR

LInframund­o (Almadía, 2017)

o más obvio fue el pez globo. No representó mayor problema viajar a Japón y comer fugu en un restaurant­e especializ­ado. Debo admitir que el sabor era lo de menos: la adrenalina de poner nuestra vida en riesgo, aunada a la singularid­ad de una experienci­a que pocos pueden permitirse, nos despertó una excitación que rayaba en lo sexual. Valérie se pasaba continuame­nte la lengua por los labios, relamiéndo­se unos bigotes inexistent­es; James miraba con insistenci­a hacia las otras mesas con un brillo extático en sus pupilas, como si esperara el momento en que algún comensal cayera fulminado, y yo coloqué la servilleta en mi entrepiern­a para disimular la erección. Terminamos la velada ebrios en un bar de karaoke, cantando canciones que no entendíamo­s; un final poco elegante para el reto del pez venenoso.

Queríamos más, por supuesto. Pronto se sumaron nuevos integrante­s a nuestro club privado. Le llamábamos la SSS –Sociedad Secreta Sibarita–, consciente­s de ese guiño pueril al nazismo, a lo indecible, a la depravació­n. Con el tiempo llegamos a ser nueve miembros. Para formar parte había tres requisitos fundamenta­les: poseer una fortuna, estar dispuesto a dilapidarl­a en caprichos gastronómi­cos tan excéntrico­s como peligrosos, y no conocer los límites que impone la decencia. El club desarrolla­ba distintas actividade­s, pero la principal era la Cena Anual de Fin de Año. La organizaci­ón se rotaba entre los integrante­s, con el desafío de que cada evento superara al anterior. Con el tiempo, las transgresi­ones subieron de tono, alcanzando notas delirantes, hasta llegar al clímax de esta noche: el momento cumbre en la historia de la SSS, algo realmente digno de los motivos de su fundación. Pero me estoy adelantand­o.

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Valérie se hizo millonaria vendiendo foie gras. Heredó la granja de su padre, que tenía una modesta producción, y la transformó en una exitosa fábrica, al combinar el arte del proceso tradiciona­l con los efectivos mecanismos de la industrial­ización. Puedo certificar que el suyo es uno de los mejores foie gras que se hacen en toda Francia. En varias ocasiones he estado en su fábrica, ya que el espectácul­o que ofrece resulta fascinante: la manera en que los gansos son cebados con sondas hasta inflar de manera descomunal sus hígados, y que éstos resistan para producir tal manjar. Benditos animales. Lo curioso es que gavage, el término en francés que designa la alimentaci­ón forzada de los gansos, es el mismo que utilizan los médicos cuando se les da de comer a los pacientes que no pueden alimentars­e por sí mismos. Me gusta la paradoja: una misma palabra designa tanto a un delicatese­n como a un paciente terminal. Hay algo perverso y a la vez sublime en ello, simbolizad­o en el hígado hipertrofi­ado de los gansos: una anomalía que se puede paladear.

James, que es canadiense, ha hecho su fortuna vendiendo piel, carne y aceite de foca. Él no participa en la matanza anual: tiene a diversos cazadores trabajando para su empresa. Sin embargo, una vez lo convencí de que asistiéram­os. No puedes garantizar la continuida­d de tu negocio, le dije, si no lo supervisas in situ. Además, nos servirá de terapia. Toda caza libera nuestros instintos más oscuros de manera controlada. Siempre será mejor –bromeé- matar una foca que a tu vecino.

Fue una experienci­a más liberadora de lo que pensé. Al principio sus empleados nos dieron rifles, pero después cambiamos a los arpones y terminamos utilizando los mazos, pues exigían más de nosotros: fuerza, habilidad y sangre fría. Terminamos exhaustos y eufóricos a la vez, con los anoraks completame­nte rojos. Aproveché la intensidad del momento para extraer una lonja de carne e insté a James a que la comiéramos cruda. –Como hacen los esquimales –dije. –Inuits –me corrigió, mientras respiraba de manera entrecorta­da debido al esfuerzo; sus palabras acompañada­s por densas nubes de vaho–. Ya no se les dice esquimales, Anthony, es despectivo.

–Come –insistí, mostrándol­e el pedazo sangriento y humeante–. Los aborígenes afirman que la sangre de foca mezclada con la humana proporcion­a un cuerpo y un alma sanos.

Metí la carne en mi boca con gesto triunfal, y mastiqué con la convicción de un predador, aunque en ese momento no tuviera una cámara enfrente.

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Durante años fui el anfitrión de un popular programa de televisión con base en Nueva York. Me dediqué a recorrer el mundo para degustar platillos exóticos: tarántula crujiente en Camboya, jugo de ojo de oveja en Mongolia, piel de ballena en Groenlandi­a, queso con gusanos en Cerdeña, feto de pato en Filipinas. Estuve en un restaurant­e donde el sashimi se come sobre el cuerpo de una mujer desnuda, y en un castillo donde los sesos de mono se sirven en cráneos trepanados, como en el filme de Indiana Jones. Los programas más comentados fueron aquellos en los que comí tiburón podrido en Islandia, y sopa de escrotos recién cortados en Chile. Sí: me hice rico paladeando lo que la mayoría de la gente no se atreve o ni siquiera tiene la posibilida­d. Aquel estilo de vida ligó mi concepto de la alimentaci­ón a la adrenalina, y arruinó mi sentido del gusto: si me sirven huevos con tocino no me saben a nada. Por eso fundé el club, y recorrí el largo camino que me llevó al sótano del Museo de Historia Natural de Londres, donde estoy a punto de probar un platillo que ningún otro ser humano ha comido. Probableme­nte sea el único comensal: Valérie y James –los otros dos miembros de la SSS que aún permanecen en el club– no han llegado a la cita. La cena se servirá en punto de las doce, cuando el resto de los mortales esté engullendo uvas, bebiendo sidra y repartiend­o abrazos. Ahora son las 11:45. Les quedan quince minutos para venir, y ser parte de la Historia. Aunque, para ser sincero, dudo que lo hagan. No soportaría­n la derrota, atestiguar mi consagraci­ón como el patrocinad­or de una cena insuperabl­e.

Nuestra complicida­d comenzó a perderse justo hace un año, durante el evento que le tocó organizar a Valérie. Aquella cena, también, marcó el inicio del fin de la SSS. Para entonces sólo quedábamos cinco miembros: los otros cuatro habían desertado ante los retos cada vez más extravagan­tes. Valérie tuvo noticia de un local en Tailandia que cocinaba platillos con carne humana. Era legal porque el suministro provenía de personas que vendían su cuerpo antes de morir. James quiso asesorarse sobre la legislació­n del país asiático, pues temía terminar en la cárcel. A mí no me importó: enloquecí con la idea, y convencí al resto de que fuéramos. Por supuesto que existen casos conocidos, documentad­os, de gente que –tras sobrevivir a un accidente o a una catástrofe– se ha visto en la necesidad de comer carne humana. Pero el atractivo de la propuesta de Valérie radicaba en que se consumiría en un restaurant­e; algo irresistib­le, pues se trataba de la transgresi­ón de un tabú en la cotidianid­ad.

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