CUANDO LOS OSOS BAILABAN EN EL DF
El espectáculo del hombre del pandero con el animal era parte del folclor de la ciudad en los 60.
Hubo una época, hasta fines de los años 70, en la que era común ver por las calles de la ciudad a osos “bailarines” y sus domadores; esta actividad era un oficio que desapareció como resultado de conciencia sobre el trato del humano hacia los animales. Pero su historia va de la mano a la cronología de vida de muchas naciones europeas y asiáticas que históricamente se les ha identificado como gitanos y eran reconocidos, entre otras actividades, por ser domadores de animales (osos, elefantes, perros, monos, serpientes).
De acuerdo con la investigación de Pelin Tünaydin, doctora en Estudios del Cercano y Medio Oriente, el entrenamiento consistía en lograr que los animales imitaran poses o acciones humanas, como caerse, bailar, saltar, formar figuras o cualquier otra que fuera contraria a su naturaleza, se dieron cuenta de que el público quedaba cautivado al ver al animal tratando de reproducir todo aquello que las personas hacían diariamente.
Fue tal su importancia que se abrió una academia en Smorgon, Bielorrusia, para que los osos fueran entrenados y vendidos al mejor postor a lo largo del mundo. El proceso era “simple”, oseznos de diferentes regiones llegaban a la academia y los ponían bajo el cuidado de un selecto grupo de gitanos dedicados a su adiestramiento. Al finalizar su “ciclo de aprendizaje”, los osos presentaban sus conocimientos ante un comité que decidía qué oso estaba listo para presentarse ante un público.
“El oso, el oso”. Uno de los primeros registros que existen en los archivos fotográficos mexicanos de un oso en la capital data de inicios del Siglo XX, cuando la lente de Manuel Ramos, el denominado padre del fotoperiodismo en México, atestiguó el momento en el que un oso y su domador hacían su presentación ante unos atentos espectadores. De un aspecto un tanto desnutrido y parado sobre sus dos patas (llegando casi a la altura de su adiestrador), el oso practicaba lo que pareciera una rutina, mientras que el humano tiraba de una cadena, con un pandero y un palo en las manos.
No existía un sólo tipo de especie de oso para este fin y los domadores compartían una vertiente de la lengua romaní para los shows.
“Yo solía ir mucho con mi papá a La Lagunilla, ahí vi al oso. Mi papá de la nada gritó: “el oso, el oso”, mientras que se escuchaba el ruido de un pandero; corrimos hacia donde iba la multitud e hicimos un círculo alrededor del oso y su domador, que le decía palabras en un idioma que no era español y el oso parecía seguir indicaciones. Ahorita uno lo piensa y siente feo por lo que de seguro sufrió el animal, pero en ese entonces ese tipo de espectáculos eran parte del folclor de la ciudad y obviamente uno quedaba impactado porque era normal ver gatos o perros en la calle, pero un oso jamás”, relató en entrevista el señor Alberto Suverza.
Por su parte, la señora María Enríquez relató a esta casa editorial que por la casa de su madre, al oriente de la capital, el oso hizo una que otra aparición: “Claro que vi al señor y al oso, lo hacían que se pusiera en dos patas y que realizara una especie de baile con un pandero, a mí en lo particular me daba miedo, pensaba que en cualquier momento se podría liberar de la cadena y a la vez me impresionaba mucho, porque para que el oso bailara utilizaban también una especie de fuete. Mis amigos de otras colonias también lo habían visto a fuera de sus casas o en las ferias”.
La escena resultaba tan increíble, que el oso y “el señor del pandero” inspiraron decenas de anécdotas familiares volviéndose parte del imaginario de la urbe: encontramos al dúo en recuerdos “chuscos”, hasta en una escena de la película “Los Caifanes” de Juan Ibáñez y también en las letras de Guillermo Fadanelli, colaborador de este diario, en su artículo “La mazurca del oso”: “Fue hace más de 30 años, cuando un hombre vestido con overol recorría las calles de la colonia Portales blandiendo un pandero en el aire, mientras un oso enorme bailaba una mazurca en dos patas. La carlanca del oso era tan vistosa como su ridículo sombrero de paja que apenas le cubría su inmensa cabeza negra. En cuanto escuchábamos el pandero le pedíamos a nuestra madre que nos llevara hasta la esquina donde bailaba el oso. Ella tomaba una moneda de 20 centavos y nos hacía prometer que mantendríamos una distancia prudente con respecto a la bestia bailadora. Mi hermano menor era el encargado de meter la moneda en el sombrero que el domador extendía frente a los curiosos. El oso se mantenía sereno, concentrado...”.
Para inicios de los años 80 la imagen del oso y el señor del pandero se volvió un recuerdo y su andar dejó de ser “común” por la urbe.