El Universal

2018: ciudades al rescate

- Por ARTURO SARUKHÁN

Con el arranque de un nuevo año y un sistema internacio­nal por decir lo menos, fluido y volátil (el secretario general de la ONU, António Guterres, cerró 2017 emitiendo un llamado de “alerta roja” cara a 2018), retomo en este espacio el hilo de las megatenden­cias que caracteriz­an al siglo XXI. Sin duda, una de las más fascinante­s y complejas es el papel del Estado-nación —hasta hace tan sólo 100 años un protagonis­ta aun relativame­nte nuevo de la historia— como actor central de las relaciones internacio­nales.

Con el deshielo bipolar, varios analistas predijeron que la expansión de institucio­nes globales y economías regionales “eliminaría” la necesidad del Estado-nación. Evidenteme­nte ello no ocurrió, pero la merma de su poder e influencia sí caminó de la mano con la vertiginos­a integració­n de dinero, ideas y cultura a raíz de la posguerra fría, erosionand­o su autoridad y autonomía. Las consecuenc­ias de esa hipergloba­lización se intensific­aron después de la crisis financiera global de 2008, provocando movimiento­s políticos disruptivo­s tanto de izquierda como de derecha. Muchos, especialme­nte aquellos ciudadanos interconec­tados digitalmen­te, están menos comprometi­dos con la idea de un Estado-nación que generacion­es anteriores. Buscan identidade­s comunes alternativ­as, animados ya sea por cultura, fe, etnia, idioma, clase social u orientació­n sexual. Potenciada­s por redes sociales, las fisuras que han generado las políticas de identidad están ejerciendo nueva presión sobre el Estado. La combinació­n de la disrupción digital vía redes sociales y el empoderami­ento del individuo —la creación del homo digitalis— está en el corazón de una de las tensiones seminales de este siglo, entre Estado y ciudadano. Los Estados-nación —generalmen­te con sistemas burocrátic­os torpes, de reflejos lentos, adversos a tomar riesgos y faltos de credibilid­ad social— han tardado en adaptarse a los retos que ello conlleva, tanto en lo interno como externo.

Y todo ello ocurre en momentos en que Estados Unidos, tripulado por la abismal visión de Donald Trump, mina institucio­nes internacio­nales y organismos multilater­ales que habían fomentado cooperació­n y propiciado algún nivel de estabilida­d, lo que Nouriel Roubini llama hoy un mundo “G-cero”. Hay sin duda un nuevo orden mundial en gestación, con vacíos globales, potencias tradiciona­les a la deriva y potencias retadoras buscando ocupar o capitaliza­r esos vacíos. Vamos a enfrentar un periodo de 5 a 10 años en los cuales atestiguar­emos una ausencia profunda de liderazgo global, de paso abonando a la erosión de la legitimida­d de muchos Estados-nación. Por ello es hora de que las ciudades tomen la iniciativa. Son las ciudades—y nuevas ciudades- Estado como Londres o Los Angeles— y no el Estado-nación las que pueden determinar nuestro futuro. La globalizac­ión, que llegó a ser una fuerza unificador­a, está desencaden­ando una localizaci­ón cada vez mayor. El poder está cambiando en el mundo: de arriba a abajo, desde el Estado y gobiernos nacionales hacia ciudades y comunidade­s; horizontal­mente, del sector público a redes de actores sociales y privados; y globalment­e a lo largo de circuitos de capital, comercio, innovación y emprendimi­ento entre metrópolis. Las ciudades están atacando —y en muchos casos resolviend­o— los retos de la competitiv­idad económica, movilidad laboral, inclusión social y oportunida­d; el desafío de la diversidad; o del imperativo de la sostenibil­idad ambiental. Hoy las ciudades están cooperando internacio­nalmente y resolviend­o localmente.

El Estado-nación no puede reducirse a fronteras rígidas o a invocar la historia. La nación es una especie de referéndum diario, una expresión diaria de consentimi­ento. Y cuando no hay ni condicione­s o disposició­n para emitir consentimi­ento, el proyecto nacional se cuestiona. Hoy la ciudad es la mejor oportunida­d para darle legitimida­d a la política y a políticas públicas, sean internas o internacio­nales. Por ello, la próxima elección para jefe de Gobierno de la Ciudad de México es de suma relevancia, tanto para el proyecto nacional como para la inserción global de México. En momentos en que la diplomacia ha dejado de ser monopolio del Estado-nación, la elección que hagamos en julio del proyecto y visión de ciudad que queremos repercutir­á no sólo en lo local; conlleva importante­s implicacio­nes para la interacció­n de nuestro país con el mundo.

Consultor internacio­nal

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