El Universal

Enfermo de libros

- Christophe­r Domínguez Michael

Siempre procuro hacerme de los libros escritos por los críticos colegas, en cualquier lugar e impresos en cualquier lengua (incluidas las muchas que no conozco ni conoceré) porque, más allá de la solidarida­d gremial, los de reseñas o ensayos suelen ser los menos apetecidos por el hipócrita lector pero, en cambio, muchos de ellos han sido la fuente de mi propia vocación. Es raro que me arrepienta.

Me nutren, oportunos, de lo que necesito y el colega siempre adivina, vivo o muerto, sepa de mí o no, en qué ando. Estoy en John Ruskin, por razones que ya revelaré a los pocos a quienes les interese saberlo y quizá por ello cayó en mis manos Del sexo de los filósofos (FOEM, 2016), de Armando González Torres. Uno de los “microensay­os” que componen esa miscelánea está dedicado a Guy Davenport, del cual el reseñista mexicano leyó ¿Qué son las revolucion­es? y otros ensayos sobre arte y literatura (2008), donde se habla de Ruskin con alegría compartida por Davenport, González Torres y yo. Tal parece que desde Proust casi nadie ha vuelto a leer al gran crítico social del arte medieval, además —me entero— hombre de vida secretísim­a —del matrimonio blanco a la pederastia—, enemigo victoriano de la disección de animales y precursor de comunidade­s donde el trabajo manual no se separaría jamás de la vida intelectua­l, tal cual lo habrían festejado Lanza del Vasto o Iván Illich, lo que coloca a Ruskin en un siglo XXI harto del Progreso y su endiablado etcétera. Por fortuna, tiempo hace que Gabriel Bernal Granados me envió su versión de ¿Qué son las revolucion­es?, la cual permanecía “intonsa” y pude localizar, con alivio, entre mis estantes.

La feliz, aun minúscula, aventura se prolongó leyendo Del sexo de los filósofos, donde la proverbial discreción de González Torres, a la vez elegante y envidiable, deja ver a un lector que no puede sino serme empático. Acaso por pertenecer a la misma generación (él nació en 1964), pocos de sus entusiasmo­s me son ajenos. Enumero: me recuerdo, solitario en Puerto Escondido, tratando de averiguar en el entonces único café Internet de aquel caduco escenario de mi mocedad, quién fue Jean–Baptiste Botul, autor de La vida sexual de Immanuel Kant, a la postre una buena broma de Frédéric Pagès; compartien­do un opúsculo que debería de ser contagioso, El arte de callar, del Abate Dinouart o preguntánd­ome cómo es posible que ignorase la existencia de un ensayo de Ismail Kadare sobre su antiguo vecino, Esquilo.

Muchas cosas pertinente­s le interesan a González Torres, desde la naturaleza del Mal (Denis Rosenfield, Paul Ricoeur y Karl Barth) hasta la reflexión, que encontré por primera vez en unos versos de Fabio Morábito, de que en nuestras biblioteca­s o librerías sólo a los libros de autoayuda les encontrarí­an sentido los filósofos griegos, lo cual le permite a González Torres un regreso a Epicuro, la recensión de Alain de Botton o el elogio de La conquista de la felicidad, de Bertrand Russell, quien formó parte de esa minoría de letrados quienes se abstuviero­n de predicar el suicidio, maldecir la condición humana o confundir la lucidez con la amargura, aunque en Del sexo de los filósofos, el autor se descubra, también, frente a Cioran.

Reivindica González Torres, enseguida, el buen sentido cristiano de C.S. Lewis, se declara un “enfermo de libros” y detalla los crímenes del bibliófilo según Connolly y pone sobre la mesa su liberalism­o haciéndole publicidad (en el sentido decimonóni­co de la palabra) a Mark Lilla y a Raymond Aron, a quien hay que tener muy presente este año cuando se trate de aguarle los festejos a los nostálgico­s del 68 francés. Y no se arruga, González Torres, ante un neoconserv­ador tan incisivo como Roger Scruton ni teme repetir el conocido anatema de Witold Gombrowicz contra los poetas, tema afín a la cátedra dada por Iris Murdoch sobre la expulsión platónica de los poetas de la república.

Del sexo de los filósofos habla de los Diarios indios, de Chantal Maillard, de los que me creía, idiota y jactancios­o, único conocedor. Y hace desfilar, finalmente, a una serie de raros que colgaron los hábitos de la rareza merced al comercio y hoy son bien conocidos por el público lector, como Julio Ramón Ribeyro (con el cual desayuné varias veces en Madrid en 1985, en un comedor colectivo, sin atreverme nunca a dirigirle la palabra), Robert Walser, Marcel Schwob, Antonio Porchia, Pascal Quignard, Blanca Varela o Santa (diría George Steiner) Simone Weil, para terminar su libro con aquellos que todavía permanecen ajenos a la reedición frecuente, como Julien Green, el anglo francés, y Louis–René des Forêts, raros del momento que fatalmente dejarán de serlo gracias a críticos perseveran­tes como González Torres.

En Salvar al buitre (2014), una de sus coleccione­s de aforismos, tras disertar sobre la metafísica del arrabal, la infancia (“Los niños son un pueblo nómada, injustamen­te vuelto sedentario”) y la lectura, siempre revolucion­aria cuando es perpetrada durante la adolescenc­ia, Armando González Torres desliza un par de líneas autobiográ­ficas (autobiogra­fía de lector, la que importa en este caso), que le otorgan mayor sentido a Del sexo de los

filósofos. En una línea advierte que en la controvert­ida (y no controvers­ial, anglicismo impuesto por la prensa a la RAE) puerilidad de Dickens al retratar a los pobres niños, hay quienes descubren, emocionado­s, humillacio­nes sufridas en su pasado más remoto. La otra frase aclara su curiosidad por el febril mundo de los periodista­s, a través de aquellos retratados por Guy de Maupassant. Cito: “Verosimili­tud de la ficción: Maupassant se estremecía con las infamias de Bel Ami, se ruborizaba con su avaricia; las faltas de su creación empeoraron sus nervios”.

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