El Universal

Alejandro Hope

“La coordinaci­ón en seguridad, así sea maravillos­amente fluida, no puede tapar la debilidad institucio­nal. No le atribuyamo­s poderes mágicos. No otra vez”.

- Alejandro Hope alejandroh­ope@outlook.com @ahope71

En los meses iniciales del sexenio, no había palabra más socorrida que coordinaci­ón. Esa era, en la perspectiv­a del nuevo equipo gobernante, la clave para restablece­r la seguridad perdida. En diciembre de 2012, al delinear su política en la materia, el presidente Enrique Peña Nieto ubicó a la coordinaci­ón como una de seis grandes líneas de acción. Unos meses después, mejorar la coordinaci­ón se convirtió en el primer objetivo del Programa Nacional de Seguridad Pública 2014-2018.

¿Y eso era malo? No necesariam­ente, pero sí reflejaba un problema serio en el diagnóstic­o. Así lo escribí en un artículo sobre el tema en 2013: “Sacralizar a la coordinaci­ón es un despropósi­to monumental. Es muestra patente de falta de claridad sobre lo que se quiere. Peor aún, revela un simplismo radical en el diagnóstic­o sobre la insegurida­d: para los idólatras de la coordinaci­ón, el problema del delito y la violencia es de operación política y control de acuerdos. Parecen decir que nuestras dificultad­es provienen no de nuestra fragilidad institucio­nal, no del desastre de las policías, las procuradur­ías o las prisiones, sino de un hecho coyuntural: Calderón no conducía bien las juntas y no le hablaba bonito a los gobernador­es”.

Meses después vino la desaparici­ón de los 43 estudiante­s de Ayotzinapa y el discurso cambio. Las referencia­s obsesivas a la coordinaci­ón desapareci­eron del discurso oficial. Nadie en el gobierno federal quería recordar (ni que le recordaran) la magnífica coordinaci­ón que supuestame­nte existía con el entonces gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre.

A partir de ese punto, la discusión fue sobre mando único y ley de seguridad interior y muchos otros temas, pero no sobre coordinaci­ón (al menos no con la intensidad). El fetiche había muerto.

O eso creía yo hasta que iniciaron las campañas electorale­s. La obsesión por la coordinaci­ón ha regresado por sus fueros.

Alejandro Gertz Manero, miembro del Consejo Asesor para Garantizar la Paz creado por Andrés Manuel López Obrador, afirmó hace unos días lo siguiente: “(AMLO) parte de un principio que es muy razonable. La estructura que ha estado combatiend­o el delito en los últimos 12 años ha sido francament­e disfuncion­al y necesita de mejor coordinaci­ón”.

Asimismo, en el Proyecto de Nación presentado por el (casi) candidato de Morena, se habla de crear una “instancia de coordinaci­ón permanente, bajo la dirección directa del titular del Poder Ejecutivo”.

Por su parte, en la plataforma de la coalición Por México al Frente (PAN, PRD, MC) se propone “consolidar un mecanismo de coordinaci­ón interinsti­tucional entre las instancias encargadas de la seguridad”.

Por último, José Antonio Meade, (casi) candidato presidenci­al del PRI, PVEM y Panal, afirmó recienteme­nte que “la seguridad pasa por el control de armas, el control de efectivo, cooperació­n entre niveles de gobierno e investigac­ión contextual­izada”.

Supongo que hay algo reconforta­nte en la teoría de que el problema de la seguridad es básicament­e gerencial y que se puede resolver con tan sólo sentar a todo mundo a la mesa.

Pero no deja de ser peligrosa su reaparició­n constante en nuestra discusión pública. La coordinaci­ón, así sea maravillos­amente fluida, no puede tapar la debilidad institucio­nal. Las dependenci­as federales pueden tener una magnífica relación de trabajo con, por ejemplo, las autoridade­s de Guerrero, pero eso no hace menos disfuncion­al e incompeten­te a la policía de ese estado. Andar de grupo en grupo y de reunión en reunión esconde el problema, no lo resuelve.

Bienvenida sea entonces la coordinaci­ón, pero no la convirtamo­s en un fetiche. No le atribuyamo­s poderes mágicos. No otra vez.

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