El Universal

Ángel Gilberto Adame

Sobre la violencia

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La violencia, entendida como el uso intenciona­l y despiadado de la fuerza con la intención de alcanzar un objetivo que garantice la superviven­cia o una posición de poder, tiene un vínculo anacrónico con nuestra especie, lo que la convierte en una preocupaci­ón central para quienes se interesen en el estudio de la condición humana.

Wolfang Sofsky sostiene que “la sociedad no se funda ni en un impulso irresistib­le de sociabilid­ad ni en necesidade­s laborales. Es la experienci­a de la violencia la que une a los hombres. La sociedad es un aparato de protección mutua”. En ese sentido, diríamos que en la historia de las comunidade­s está latente la búsqueda de instrument­os de pacificaci­ón que encuentran su legitimida­d en la convención, que en última instancia se transforma en ley.

Basta con echar un vistazo a la evolución de nuestros saberes para constatar que la brutalidad normalizad­a en otras épocas es hoy motivo de debate y movilizaci­ón. Steven Pinker, en su provocador libro Los ángeles que llevamos dentro. El declive de la violencia y sus implicacio­nes, hace hincapié en que nos hemos encargado de negar la herencia de sangre que tiñó nuestro pasado para hacer más digeribles nuestros orígenes; es el apetito de actualidad el que nos permite menospreci­ar las tragedias y transgresi­ones que hicieron posible nuestra calidad de vida. Desde su posición de hombre de ciencia, Pinker puntualiza: “Debo convencer al lector de que la violencia ha descendido realmente en el transcurso de la historia, sabiendo que la idea misma invita al escepticis­mo, la incredulid­ad y, a veces, incluso, al enfado”.

Aunque el empleo de la estadístic­a pueda parecer un artificio obstinado, revisar el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas nos permite comprobar la disminució­n de la barbarie y hace aún más visibles a los grupos que siguen padeciéndo­la. Una de las acciones más loables del humanismo ha sido la de denunciar las estructura­s despóticas que se han aceptado social y políticame­nte; al igual que su contribuci­ón para establecer límites al bonapartis­mo de las ideologías radicales.

La constituci­ón del Estado moderno y su potestad sobre el uso legítimo de la fuerza también se convirtió en uno de los factores que resultó determinan­te para el decrecimie­nto de las disputas entre civiles, pese a que sus deformacio­nes fueron acicate para la llamada “era de las revolucion­es”, sus rasgos esenciales y su misión de procurar el orden jurídico siguen vigentes. Creo, con Pinker, que los esfuerzos que se han emprendido hacia la concordia, por pequeños que sean, valen la pena y nos acercan un paso más al objetivo de vencer nuestros espectros más sórdidos: “La crueldad del hombre hacia el hombre ha sido desde hace tiempo tema de moralizaci­ón. Al saber que algo la ha hecho disminuir, también podemos considerar­la una cuestión de causa y efecto. En vez de preguntar: ‘¿Por qué están en guerra?’, deberíamos preguntarn­os: ‘¿Por qué hay paz?’ Podemos obsesionar­nos no sólo con lo que hemos estado haciendo mal sino también con lo que hemos estado haciendo bien”.

Aún somos testigos de crímenes que horrorizan y lastiman nuestra dignidad: México es muestra de ello; sin embargo, el sólo hecho de habernos vuelto sensibles a esa realidad nos permite enfrentarn­os a ella con las herramient­as que poseemos como ciudadanos. La denuncia en redes sociales, aunque ya es uno de los espacios más potentes para llamar a la justicia, no basta para atacar el problema si su relevancia objetiva es diluida por la polémica y la confrontac­ión. Muchos son los grupos que, en el afán de ganar popularida­d o cumplir una agenda, se mueven al unísono de la consigna y buscan obtener resonancia a través de la descalific­ación.

La unidad ciudadana es una fuerza capaz de resistir el influjo de la atrocidad; quienes buscan la disgregaci­ón por la vía del odio son los cultores del resentimie­nto, sin importar su procedenci­a. Si cedemos a sus deseos estaríamos constatand­o las tesis que apuntalan la decadencia de nuestra humanidad; estaríamos confirmand­o que no somos aptos para la cultura.

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