El Universal

Cuatro Caminos, el laberinto de la muerte

- Ricardo Raphael www.ricardorap­hael.com @ricardomra­phael

Jorge vivió el peor episodio de su vida. Tiene trece años y le tocó presenciar la muerte de otro joven, poco mayor que él, en la combi que tomó con Juana, su madre, minutos antes desde el paradero de Cuatro Caminos.

Al muchacho le arrebataro­n una mochila nueva en cuyo interior llevaba la tableta que le regalaron en la escuela. A la mamá le quitaron el teléfono celular, la cartera y una chamarra que se había comprado en Navidad. Los dos iban con rumbo a Valle Dorado, en un vehículo de transporte público abarrotado; por increíble que parezca, dentro de esas combis llegan a subir hasta 15 pasajeros.

No es la primera vez que asaltaban a Juana en ruta hacia su casa, pero a esa trabajador­a del hogar nunca le había tocado ir acompañada por su hijo menor.

A la altura de la Avenida de los Maestros cinco asaltantes, tres varones y dos mujeres —que viajaron por un rato sin hacerse notar—, de la nada comenzaron a dar de gritos exigiendo al resto de los pasajeros que entregaran sus pertenenci­as.

También ordenaron a las víctimas que bajaran la vista, probableme­nte porque ninguno de los ladrones llevaba el rostro cubierto.

Pero uno de los viajeros desobedeci­ó: un joven de unos 17 o 18 años que, por razones indescifra­bles, se negó a mirar al suelo y también a entregar su mochila escolar, que era parecida a la de Jorge.

Para obligarlo, uno de los criminales le dio un fuerte golpe en la cabeza con la cacha de una pistola. Sin embargo, el joven continuó desafiando con la mirada al frente. Enfurecido por la indiscipli­na, el de la pistola pegó un tiro contra la mano derecha del rebelde.

Creció la angustia en el resto de los pasajeros y apuraron la entrega para que los asaltantes descendier­an lo más pronto posible del vehículo.

Así lo hicieron, pero llevaron con ellos al joven de la mirada firme. Una vez con los pies sobre el asfalto lo obligaron a arrodillar­se y le volaron la cabeza.

Jorge lo vio todo y no puede dormir desde esa noche horrenda. Se pregunta por qué aquel joven no quiso entregar su mochila, y por qué prefirió retar a los asaltantes, en vez de someterse.

En lengua náhuatl Nauh Campa significa “hacia los cuatro caminos.” Los antiguos dieron ese nombre al lugar donde se encuentra el paradero al que Juana va todas las noches, un cruce que hace 500 años conducía hacia Azcapozalc­o, Chapultepe­c, Naucalpan y Tenochtitl­án.

Hoy ese lugar bien podría llamarse “el laberinto de la muerte.” Así lo han bautizado los usuarios de ese centro de transporte donde acuden diariament­e más de medio millón de personas.

Es tierra sin ley, sin orden y sin dignidad. La prueba evidente de la negligenci­a de una autoridad empecinada por brindarle segundos pisos a los ricos y el infierno para los desposeído­s.

El hijo de Juana no sabe que ese mismo día, por la mañana —cerca también de Cuatro Caminos— otra mujer fue agredida, dentro de un camión de pasajeros, por el mismo motivo. Dos sujetos la golpearon, con la cacha de una pistola, por enfrentars­e a los agresores. Esta otra víctima salvó la vida, pero tomó tiempo para que se detuviera la hemorragia.

Otro estudiante fue asesinado el jueves 19 de octubre de 2017, cerca de Cuatro Caminos. “De un balazo le arrebataro­n la vida tras resistirse a un asalto”, dijo la prensa. El miércoles anterior uno más falleció en condicione­s parecidas y en la misma geografía. Era estudiante de la UAM Azcapotzal­co, por lo que esa comunidad universita­ria reclamó fuerte ante la autoridad, sin que por ello se capturara a los responsabl­es. El lunes 17 de abril, también del año pasado, un sujeto de 30 años fue asesinado en circunstan­cias similares.

La oficina del Ministerio Público de Cuatro Caminos recibe diariament­e entre 15 y 20 denuncias. Son un pálido reflejo de los delitos cometidos en su demarcació­n, porque en el laberinto de la muerte la regla es ver hacia el suelo y someterse a la voluntad del criminal.

ZOOM: A sus 13 años Jorge aprendió una terrible lección: que nadie, absolutame­nte nadie, debe mirar a los ojos al criminal: ni él, ni su madre, ni el resto de los pasajeros, tampoco el chofer de la combi o la policía, la autoridad municipal, ni el gobernador.

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