El Universal

Mapachería­s viejas y mapachería­s nuevas

- Por PABLO C. LEZAMA BARREDA Ex consejero electoral de la CDMX. @pableza

Las institucio­nes electorale­s con que contamos en la actualidad fueron creadas con distintos objetivos, pero el más importante es que las elecciones sean confiables o, para decirlo en términos coloquiale­s, para evitar que los actores políticos hagan trampa en la competenci­a por el acceso al poder. Anteriorme­nte, era más común escuchar sobre “el embarazo de las urnas”, “el ratón loco”, “la catafixia” o “el carrusel”, por mencionar tan sólo algunos ejemplos de las prácticas de defraudaci­ón de la voluntad popular. Si bien no ha sido posible erradicar la idea de que esto sigue sucediendo, la verdad es que no hay pruebas claras sobre su actual existencia y debemos reconocer que gracias al fortalecim­iento de nuestro sistema electoral, a la inversión de enormes cantidades de dinero y, sobre todo, a la ciudadaniz­ación de las mesas directivas de casilla, la confianza en la organizaci­ón de las elecciones y en el cómputo de los votos ha crecido considerab­le mente.

Pero ello no quiere decir que la costumbre de hacer trampa ha desapareci­do. Yo diría que se ha vuelto más sofisticad­a. La semana pasada el Consejo General del Instituto Nacional Electoral (INE) sancionó a siete partidos políticos porque comprobó que en el proceso electoral de 2012, dispersaro­n recursos a través de tarjetas bancarias contratada­s por empresas fantasmas para pagar a sus representa­ntes de casillas, lo que evidenteme­nte fue un gasto no reportado y que se ocultó a la autoridad (caso Asismex). El 21 de diciembre pasado, The New York Times publicó un extenso artículo en el que señala que diversos funcionari­os idearon y operaron un plan nacional para canalizar decenas de millones de dólares de dinero público, para financiar campañas del PRI en las elecciones de gobernador­es del año 2016. De acuerdo con el rotativo estadounid­ense, el gobierno federal transfería los recursos a las arcas de gobiernos cercanos priístas. Posteriorm­ente, ya en el ámbito local, se realizaban contratos gubernamen­tales con empresas falsas, mismas que devolvían el dinero para que fuera utilizado por los operadores electorale­s en los comicios. Otro ejemplo, también reciente, es el relativo al caso de la constructo­ra Odebrecht donde diversas investigac­iones periodísti­cas refieren que aquella empresa aportó millones de dólares a la campaña del actual Presidente de la República a cambio de un eventual apoyo para la obtención de contratos de obra pública, cuestión que de comprobars­e actualizar­ía diversos ilícitos en materia electoral.

Con la intención de eliminar estas prácticas, se ha establecid­o un importante número de normas en materia de fiscalizac­ión de los recursos de los partidos políticos. Asimismo, se ha creado un enorme aparato burocrátic­o que, entre otras cosas, audita, monitor e a e investiga el origen, monto y destino del dinero utilizado en los procesos electorale­s. Sin embargo, a pesar de esos esfuerzos, el resultado aún dista mucho de ser satisfacto­rio, en parte por la dificultad que representa identifica­r el circulante en las campañas y en parte también porque ha existido una actitud de condescend­encia de la mayoría de consejeros y magistrado s que encabezan al INE y al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, cuestión que acabamos de observar tras las elecciones de Coahuila y el Estado de México en 2017.

Quizá hoy, “el ratón loco” y las “urnas embarazada­s” dejaron de ser un problema gracias al avance en la organizaci­ón electoral, pero ahora tenemos Asismex, triangulac­iones, Odebrecht y quién sabe qué otras mapachería­s, que segurament­e conoceremo­s en los próximos meses, que no han podido ser controlada­s por el modelo de fiscalizac­ión. Y lo más grave: que podrían determinar al ganador de la elección porque estamos en un contexto donde la diferencia entre los tres principale­s competidor­es es poca.

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