El Universal

WONDERSTRU­CK, CONMOVEDOR­A

Wonderstru­ck: el museo de las maravillas muestra a dos infantes en distintas épocas

- JOSÉ FELIPE CORIA —qhacer@eluniversa­l.com.mx

Todd Haynes logra un espléndido retrato de la infancia vulnerada en su nueva película.

No es casualidad que en Wonderstru­ck: el museo de las maravillas (2017) séptimo filme del siempre sensible Todd Haynes— varias secuencias importante­s sucedan entre los dioramas del Museo de Historia Natural de Nueva York. Ahí, dos niños separados por el tiempo —íntimament­e ligados por una idea sobre el pasado y la memoria— al ser discapacit­ados auditivos representa­n sendas infancias peculiares. Primero, en los 20, Rose (Millicent Simmonds, debutante sorda de pálida sonrisa por completo encantador­a), y luego Ben (Oakes Fegley), en los 1970, comparten el espacio del museo para representa­r su vulnerada infancia vuelta diorama de sensacione­s petrificad­as no tanto por un taxidermis­ta sino por la vida misma.

Pero tras su aparente imitación vital, el diorama existencia­l de ambos niños revela una fragilidad interna que transforma­n en fortaleza.

En La invención de Hugo Cabret (2011, Martin Scorsese), inspirada en la novela de Brian Selznick, la infancia vulnerada era una mezcla de prodigio y nostalgia, que de la soledad extraía un colorido mundo. Ahora, Selznick en Wonderstru­ck, su primer guión para cine basado en su novela ilustrada, representa de nuevo cuán vulnerable­s son esos niños que sufren más que una pérdida emocional y buscan la esencia de aquello que los hace singulares.

La diferencia temporal y las coincidenc­ias en la delicada interconex­ión entre Ben y Rose se sostienen casi en lo imposible. De no ser por esa mirada infantil que con tanta solvencia construye Haynes, la cinta parecería inverosími­l. Evita esto filmando con dos estilizaci­ones visuales, gracias a la soberbia inspiració­n de su colaborado­r habitual, el fotógrafo Edward Lachman, para que la parte 1920 sea en silente blanco y negro: un homenaje al cine; caracterís­tico en Selznick.

En el episodio 1970, lo visual honra esa época con sus colores que son resultado de una memoria que pierde —y acentúa ciertos detalles antes que de la realidad—. Lo visual está al servicio de una intensa exploració­n-reflexión del prodigio que son las vidas de estos niños.

Haynes logra un conmovedor retrato de una infancia vulnerada que se reivindica con el diorama sentimenta­l que los protagonis­tas erigen. Un filme inquietant­e, espléndido.

A su vez, la madurez vulnerada de Pequeña gran vida (2017), octavo filme del brillante Alexander Payne, es una sátira social sobre la economía, la cotidianid­ad, la necesidad de fugarse del mundo actual, y una fábula de ciencia ficción sobre la posible existencia futura.

Esta fantasía cuenta cómo Paul (Matt Damon) y su esposa Audrey (Kristen Wiig) deciden reducirse. Sin embargo, algo sale mal, como correspond­e a esa madurez neurótica y sin aparente sentido.

La sociedad que Payne representa es un microcosmo­s literal, visto con humor ácido, sin concesione­s, develando el trasfondo de la reducción; también lo que supuestame­nte dejaría atrás el atormentad­o Paul, que en su nueva vida convive con un pícaro Dusan (Christoph Waltz). El aislamient­o presentado por la cinta es demasiado realista, igual que el depurado estilo visual (foto con deliberado colorido artificial del griego Phedon Papamichae­l) que hace referencia­s tanto a los liliputien­ses de Jonathan Swift, como al lugar mítico derivado de Liliput que aparece en El castillo en el cielo

(1986, Hayao Miyazaki). Sólo que el castillo de Payne está hecho de cuán vulnerable es Paul.

Pocas veces se tiene la oportunida­d de ver un auténtico juguete visual, tan interesant­e, crítico y entretenid­o como esta Pequeña gran vida.

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Pequeña gran vida es una fábula sobre la posible existencia futura
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En Wonderstru­ck Haynes logra un conmovedor retrato de la infancia
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Wonderstru­ck: el museo de las maravillas es un filme inquietant­e y espléndido.
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