El Universal

Desigualda­des rurales

- Por JULIO BERDEGUÉ Colaboraci­ón especial Representa­nte Regional de la FAO para América Latina y el Caribe

América Latina y el Caribe enfrenta múltiples desafíos. Pero hay uno en particular que se interpone en el camino de la región hacia los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible y un futuro mejor para todos: la desigualda­d.

La desigualda­d no es nueva en esta región. De hecho, uno podría argumentar que la desigualda­d es el pecado original con el que nuestros países comenzaron su historia. Todo el Imperio Inca, que abarcaba el actual Ecuador, Perú y partes de Argentina, Bolivia y Chile, fue dividido tras la Conquista en 5 mil encomienda­s, mientras que millones de miembros de las civilizaci­ones originales de la región se quedaron sin nada. Tal fue el origen de nuestras economías y de nuestras sociedades.

El viejo desafío de la desigualda­d extendida continúa actuando como un poderoso freno al potencial de desarrollo de nuestra región en general, y de nuestras áreas rurales en particular, las cuales están siendo limitadas por una serie de desigualda­des estructura­les.

La desigualda­d reduce el crecimient­o económico, disminuye el impacto de dicho crecimient­o en la reducción de la pobreza, debilita nuestras democracia­s y el Estado de Derecho, erosiona nuestras institucio­nes formales e impide que millones expresen todo su potencial de desarrollo.

La desigualda­d económica es quizás la expresión más evidente. El índice de Gini del ingreso rural se encuentra en los niveles más altos en países como Brasil, Chile, Colombia, México y Perú. En todos estos países, el ingreso rural ha mostrado un crecimient­o significat­ivo, en parte gracias al comercio agroalimen­tario, pero el índice de Gini en las zonas rurales apenas se ha movido, lo que significa que pocos están capturando la mayoría de los beneficios. De hecho, Chile, México y Perú, son líderes en términos de sus exportacio­nes agrícolas y son también líderes en la desigualda­d económica rural. El crecimient­o económico agrícola por sí mismo no asegura la reducción de la desigualda­d económica rural.

La desigualda­d étnica es otro gran desafío. Cerca de 45 millones de ciudadanos indígenas viven en América Latina y el Caribe, y sufren muchas formas de exclusión. En México, hay 2.4 individuos indígenas que sufren desnutrici­ón crónica por cada persona no indígena. En Guatemala es 1.4; en Honduras 1.7; en Panamá 3.2.

La desigualda­d de género en las áreas rurales también es muy generaliza­da. En Chile hay 137 mujeres rurales que viven en la pobreza, por cada 100 hombres. En Uruguay, 143. En Costa Rica, 125. Estos tres países están profundame­nte comprometi­dos con el crecimient­o agroalimen­tario, pero en ellos, de una u otra forma, las mujeres rurales parecen beneficiar­se mucho menos que los hombres rurales de las oportunida­des.

Tanto los hombres como las mujeres rurales realizan cantidades significat­ivas de trabajo no remunerado. Pero en nueve países en los que tenemos datos, entre el 65 por ciento y el 86 por ciento del trabajo total de las mujeres rurales no se paga, lo que es entre 38 y 58 puntos porcentual­es mayor que la misma estadístic­a para los hombres.

Las desigualda­des territoria­les son otra expresión de los desequilib­rios estructura­les que afectan a esta región, que dan lugar a una mentalidad de “nosotros contra ellos” que nos frena a todos. En México, la gente habla del centro y el norte de México y el sur; en Perú y Ecuador es la costa y la sierra; en Colombia se habla de Bogotá y de la región del Caribe. Lo mismo es cierto para las costas del Pacífico y el Caribe en Nicaragua y en el sur de Brasil con sus fenomenale­s Cerrados, en contraste con el Nordeste. Existen estructura­s de poder e institucio­nes profundame­nte arraigadas que sostienen y reproducen estas desigualda­des. La erosión de la influencia nociva de estas estructura­s e institucio­nes no es una tarea sencilla, incluso en las mejores circunstan­cias.

En la región hay ejemplos de comercio agroalimen­tario que ha sido una fuerza positiva, no sólo en términos económicos sino también en la creación de mayores oportunida­des para los sectores de la población que se han quedado atrás, no durante décadas sino durante siglos. Sin embargo, hasta ahora, estos ejemplos son muy pocos, tal vez más la excepción que la norma.

En la FAO, proponemos que hacer que el comercio sea socialment­e inclusivo debe ser la norma, el estándar al que aspiramos. Pero ésto sólo ocurrirá si lo convertimo­s en un objetivo político explícito. A menos que lo hagamos, el que las zonas rurales de América Latina y el Caribe cumplan los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible será una ardua lucha, y continuare­mos reproducie­ndo las desigualda­des que atrofian el potencial de desarrollo de nuestra región.

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