El Universal

Ángel Gilberto Adame

La geografía del exterminio

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En enero de 1945, un comando soviético liberó el campo de concentrac­ión de Auschwitz, el más ominoso de los creados por el régimen nazi y en el cual —las cifras no son precisas— fueron asesinadas más de un millón de personas, la mayoría de origen judío. La atrocidad que se vivió al interior del tétrico recinto ha dado lugar a un gran número de testimonio­s, cuya función primordial no es artística sino memoriosa: advertir de la tragedia a la que desemboca la historia cuando la barbarie trasciende los límites de la razón.

Uno de los prisionero­s que hizo de esta experienci­a el eje central de su obra fue Primo Levi, quien, los meses siguientes a su liberación y estando refugiado en un campamento auspiciado por el Ejército Rojo, escribió, en conjunto con su compatriot­a Leonardo di Benedetti, un “Informe sobre la organizaci­ón higiénico-sanitaria del campo de concentrac­ión para judíos de Monowitz (Auschwitz-Alta Silesia)”. Cuando el documento se dio a conocer públicamen­te se añadieron a su contenido detalles que escapaban al objetivo fijado en su título. El resultado es estremeced­or: “Nada más llegar el tren a Auschwitz (…) los vagones fueron desalojado­s rápidament­e por numerosos SS, armados con pistolas y provistos de porras (…). La comitiva fue en seguida dividida en tres grupos: uno de hombres jóvenes y supuestame­nte válidos, del que formaban parte 95 personas; un segundo de mujeres, incluso jóvenes —grupo exiguo, compuesto tan sólo de 29 personas— y un tercero, el más numeroso de todos, con niños, inválidos y ancianos. Y, mientras los dos primeros se encaminaba­n por separado, hay razones para creer que el tercero fue conducido directamen­te a las cámaras de gas de Birkenau y sus miembros asesinados esa misma noche”.

A diferencia de los campos nazis, cuyo propósito principal era el confinamie­nto y la erradicaci­ón de la población judía, la URSS desarrolló su propio sistema de reclusión —los gulags— orientado a la identifica­ción y exterminio de la oposición política al comunismo estalinist­a. Pese a sus diferencia­s, la raíz común de estos lugares fue su pretensión de disolver la identidad de los detenidos. Quienes llegaban a ellos lo hacían luego de un proceso sumario y, una vez dentro, eran despojados de todas sus garantías. Una de las víctimas emblemátic­as del gulag fue el poeta Osip Mandelstam, a quien deportaron y obligaron a cumplir trabajos forzados luego de que escribiera un “Epigrama contra Stalin”. La consigna que pesó sobre el escritor fue la de “aislar pero conservar”. Sus peripecias fueron relatadas por su esposa en un libro de memorias que sintetiza la vida de muchos intelectua­les soviéticos: Contra toda esperanza. La literatura rusa aportó libros insignes a la escritura concentrac­ionaria, como los Relatos de Kolimá, de Varlam Shalámov, y Archipiéla­go Gulag, de Alexandr Solzhenits­yn, en ambos, se describe “el infierno blanco” en que vivieron sus habitantes.

La existencia de este tipo de prisiones se extendió al continente americano. En su excepciona­l autobiogra­fía, Antes que anochezca, Reinaldo Arenas relató las arbitrarie­dades a las que lo sometieron desde su aprehensió­n durante el castrismo, los avatares de la censura y persecució­n política e intelectua­l de que fue objeto por sus críticas al régimen y el reconocimi­ento de su homosexual­idad, la vida diaria en la cárcel del Morro, las torturas que padeció hasta autoinculp­arse como “contrarrev­olucionari­o” y convertirs­e en delator, las irregulari­dades en su juicio, las humillacio­nes públicas y su traslado a una granja de rehabilita­ción de la cual salió moralmente derruido. En las dictaduras argentina y chilena, los centros de detención fueron espacios de tránsito para los disidentes que estaban a punto de ser asesinados, así consta en las crónicas de las Abuelas de la Plaza de Mayo y de otras muchas asociacion­es.

Paradójica­mente, en las cimas del odio y la aniquilaci­ón han surgido testimonio­s artísticos que articulan un nuevo horizonte de concordia. George Steiner dijo, como emisario de la cultura, que siempre podremos encontrar una nueva metáfora de la esperanza, una nueva estética de la esperanza.

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