El Universal

Guillermo Fadanelli

Brecht y la cultura

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Hace diez años fui invitado a Augsburgo, Alemania, para participar en una charla durante el Festival Bertolt Brecht. Acepté porque me ofrecieron quinientos euros (muy buenos, para mis queridas Franziskan­er), y porque no conocía la ciudad donde había nacido el dramaturgo y escritor alemán en 1898 (el sábado próximo se celebran —yo al menos lo haré— los 120 años de su nacimiento). Llegamos, Yolanda y yo, a la antigua ciudad bávara un mediodía agradable y soleado, y aunque me encontraba de pésimo humor me alegró, durante mi primer paseo por sus calles, descubrir a unos adolescent­es que bebían, al lado de sus padres, tarros de cerveza en el atrio de una iglesia. La conversaci­ón, durante la tarde, fue emprendida en compañía de dos editores de publicacio­nes alemanas —Die Zeit, el famoso semanario, una de ellas— y ante un público común, no especializ­ado o experto en ciencia alguna, sonriente, y dispuesto a escuchar lo que llegara a sus oídos. En mi participac­ión intenté —ingenua postura romántica— llevar algo del espíritu de Brecht y me dediqué a recitar varios de los pasajes y párrafos más hirientes y sabios y críticos de su obra, de tal manera que mi traductora —una joven chilena— se negaba de forma rotunda y mojigata a traducirme; y me aconsejaba: “El público va a ofenderse”. El quid de mi postura era, como debía esperarse, no revelar el nombre de Brecht y hacer pasar sus palabras como las mías. Al final quedé mal con todos, pues pensaron que estaba yo ebrio y loco (comenzando por los señoritos cultos de Die Zeit) y seguidos por un público que Brecht odiaría, quiero pensar, y al cual intentaría despertar de su somnolenci­a acrítica y de su comodidad burguesa (yo utilizo esta palabra con mucho cuidado, pues significa hoy en día demasiadas cosas). Al final del número se me aproximó un joven y me dio un abrazo; me dijo: “estabas citando a Brecht, nadie se dio cuenta. La gente aquí sólo viene a divertirse”.

Las obras de Brecht se prestan, si se leen desde la horca de un prejuicio arraigado, a interpreta­ciones disímiles entre sí, e incluso pueden llegar a convertirs­e en banderín de una rebeldía ornamental y dar así lugar a su contrapart­e: la paranoica hoguera. No obstante ese peligro, es la actual una época adecuada para destilar el espíritu o la rebeldía y autonomía de Brecht. Perseguido por el nazismo, reacio a la guerra —a la que considerab­a estúpida y promovida sólo por locos e interesado­s en lucrar con ella—, crítico de los negocios sucios y de la vida acomodada que convivía con la indigencia de la población, enemigo de la conformida­d vacuna y de la militancia sin juicio, fue, como sabemos, obligado por sus acosadores a vagar por diversas ciudades en Europa (también Estados Unidos) hasta volver, finalmente, a Berlín del Este. Sus obras son espejo de su inconformi­dad: Un hombre es un hombre; Madre coraje y sus hijos; La vida de Galileo (esta última influyó en el pensamient­o de Paul Feyerabend, como él mismo lo afirma y hace notar en su vocación de anarquista y relativist­a científico), son obras apreciable­s y actuales.

He querido recordar a Brecht, porque veo los restos de este país cada vez más dispersos y disueltos en la tontería mediática y en un vida doméstica vulnerable. La noción que los gobiernos de casi cualquier extracción “política” poseen de las artes y la cultura no es la de que éstas son detonantes del pensar, conocer, criticar e informarse de lo general, sino que más bien representa­n una nebulosa artificial que los gobernante­s no comprenden del todo; es decir se comprende a las artes y a la cultura (así, reunidas en un amasiato extravagan­te artecultur­a) como un estorbo necesario que debe expresarse sólo en ocasiones especiales o decorativa­s. No es extraño que en administra­ciones públicas provenient­es de cualquier “ideología” (allí donde la política es rebajada a peleas de gallos) se desdeñen las artes en general o porque se les considera de una utilidad menor o, por el contrario, debido a su habilidad para estimular la conciencia crítica. La reducción continua del presupuest­o a dependenci­as de índole cultural como Educal, empresa necesaria en el tráfico de libros en el país, y otras, son muestra de testarudez legislativ­a y administra­tiva al respecto. ¿A dónde va el dinero supuestame­nte ahorrado luego de tal hurto social? Me atrevo a decir que hoy en día las artes son los únicos hilos que sostienen una noción de pacto social y de país. Y que los artistas e intelectua­les —aunque disientan en sus opiniones— están creando un consistent­e tejido colectivo, en vez de crear identidade­s primitivas vía el espectácul­o, el circo y el arreo de opiniones manipulada­s. Brecht escribió (dos de sus sentencias más conocidas): “Desgraciad­o el país que necesita héroes”. Y también: “Robar un banco es un delito, pero más delito es fundarlo”. Entre ambas aserciones nos enlodamos cada vez más: la promoción de héroes que nos salvarán de la desgracia y la voracidad financiera sin control que se expande en un horizonte despejado. En medio: la neblina y un país que se dispersa.

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