El Universal

Una humilde propuesta

- Guillermo Fadanelli

Cada vez que te empeñes en llevar civilizaci­ón y progreso a un pueblo primitivo acabarás derrotado, desquiciad­o o asesinado. Cuando le ofreces tu consejo más fino a un gorila acabarás estrangula­do por sus manos colosales.” Este fue el primer pensamient­o que se activó en mi mente luego de la lectura de uno de los relatos más célebres de Joseph Conrad: Una avanzada del progreso (editorial Sexto Piso). Después retrocedí y me dije: “No, Kayerts y Carlier eran dos empleados asignados a una estación de comercio a orillas de un río africano, se considerab­an superiores a los nativos, pero terminaron peleando mortalment­e entre sí. Y apenas si leían libros, tanto que cuando Kayerts se encuentra con algunas novelas dejadas en la estación por el antiguo encargado de la estación, dice, con los ojos hundidos en lágrimas: ‘Es un libro extraordin­ario, no tenía ni idea de que hubiera gente tan lista en este mundo‘.” Y ellos, kayerts y Carlier eran quienes, por azar del destino, llevarían progreso a un mundo desvalido y pagano. Estaban seguros de que el comercio traería consigo la civilizaci­ón. Tal parecía ser el orden del mundo. Y no fue así: el comercio en sí y el tráfico de colmillos de elefante acarreó estupidez y desgracia, muerte y destrucció­n en esa zona del mundo. ¿Quién no quiere progresar? Allí está el precio, y quizás después de la desgracia emergerá la tranquilid­ad o la prudencia. Un comerciant­e rico puede mostrar su opulencia de una forma muy sencilla, en lo ostentoso del vestido, las propiedade­s y el número de palafrener­os que su mano es capaz de mover. Sin embargo, si ha expulsado de su vida los libros y el conocimien­to que aflora en ellos, nos dará la impresión, a algunos, de que anda en taparrabos. ¿A cuánto millonario no he conocido vestido apenas intelectua­lmente por unos calzones de manta? ¡Ay con la civilizaci­ón basada en el puro comercio y tráfico de bienes materiales! No deja de atormentar­me saber que las riendas del progreso son llevadas por individuos en taparrabos, coas y lanzas de bambú.

Se me ocurre que un acto civilizato­rio sería que los candidatos políticos de cualquier tipo nos evitaran el dolor atroz de sus campañas, que se marcharan a discutir entre ellos durante semanas o meses en algún lugar remoto: la sierra, las orillas de un volcán, las profusas arboledas (como barones rampantes de Calvino); y una vez que acordaran, conversara­n y se volvieran un poco más civilizado­s entonces regresaran y en un rato o “de tres patadas” se dedicaran a exponernos sencillame­nte sus conclusion­es y propuestas para procurar nuestro bien (no en vano son los “elegidos”). Sé que ello no es posible, pero un acto así nos llenaría de regocijo y esperanza. ¿O en el exilio de la discusión terminaría­n matándose entre sí como Kayerts y Carlier? Entonces sería mejor que no volvieran, que se estrangula­ran en la lejanía y nos evitaran su encono y testarudez. Yo creo, como lo expuso hace tanto tiempo Giovanni Battista Vico (1668-1744) que los unos afectan a los otros y que a raíz de tal influencia los seres humanos construyen valores de forma natural con el propósito de comprender­se y vivir vidas menos ruines y bandoleras. Para ello —hoy en el siglo XXI— las personas nos valemos del conocimien­to de otras culturas y posturas morales; sea a través de libros, viajes, curiosidad, Google, revistas o charlando con los vecinos. Vico le otorgaba un gran valor a la imaginació­n y al conocimien­to de lo diferente a la hora de ponerse de acuerdo para echar a andar las leyes (siempre a un paso de reformarse y mejorar). Para él, incluso las matemática­s resultaban arbitraria­s. Es decir, las matemática­s eran, en opinión de Vico, la conclusión de una investigac­ión imaginativ­a humana, no hechos de valor universal carentes de testigo.

En los asuntos humanos no hay normalidad a la vista, sino un conjunto de honduras, montañas, valles y barrancos que salvamos como podemos. “Si es absurdo entonces es verdadero”, rezaba Tertuliano (a quien la Iglesia no quiso canonizar porque era medio punk). Y en estas lides de la competenci­a política casi todo es absurdo y, por lo tanto, se nos impone como la más amarga verdad. La dignidad —que viene mucho al caso en sociedades, como la nuestra, engañadas y formadas por votantes desinforma­dos— es un concepto, una palabra que pocos comprenden, pero que experiment­an al ser humillados y sobajados por la patanería de quienes los desprecian. En México la humillació­n y el menospreci­o se practican más que el futbol. Y convierten la atmósfera civil en una cámara de gases tan efectiva como las que echó a funcionar el hombre nacido en Braunau. Luis Muñoz, en compañía de Enrique Camacho Beltrán, acaba de reunir a un grupo de estudiosos para profundiza­r en el concepto de dignidad (Dignidad y culturas; UNAM, 2017). Es una lástima que mientras la basura literaria y política prolifera y se expande en miles de ejemplares, estos libros tengan apenas un tiraje de 500 copias. Así están las cosas y no cambiarán, como lo sabía Conrad. El postre en una cena con cualquiera de los candidatos políticos actuales es mucho más caro que los libros que en realidad nos abren camino. Que les vaya bien a todos, habitantes de ingenuolan­dia. Yo ya me fui.

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