El Universal

Héctor de Mauleón En defensa de la memoria en una ciudad con Alzheimer

- @hdemauleon, demauleon@hotmail.com

En la esquina de Palma y 16 de Septiembre vivió el primer propietari­o de un automóvil que hubo en México: Fernando de Teresa. En 16 de Septiembre 11 estuvo el cine Olimpia, en donde se estrenó la primera película sonora: El cantante de jazz. En 1525 abrió en una calle de la Ciudad de México un mesón que ofrecía a los forasteros cama, pan y vino: desde entonces esa calle recibe el nombre de Mesones.

En Uruguay e Isabel la Católica, un primo de Hernán Cortés abrió una de las tabernas más antiguas de que hay noticia. En República de El Salvador y Aldaco estuvo la casa en que nació el cronista al que debemos las primeras crónicas sobre la llegada del auto, la luz eléctrica y el tranvía (se llamaba Ángel de Campo).

En Venustiano Carranza 37 se halla la que hoy es la cantina más antigua de la ciudad, El Gallo de Oro, abierta en 1874 —en la que oficiaba el poeta español Pedro Garfias. En el siglo XVIII se abrieron en 5 de Febrero las primeras boticas que hubo en la Ciudad —y ahí siguen, sólo que ahora se llaman París, Central Médica, Similares…

La cárcel más temible del siglo XIX, la de Belén, es hoy una escuela: el Centro Cultural Revolución; de ahí escapó el famoso Chucho El Roto. En Correo Mayor 119, la primera Miss México de la historia asesinó a su marido de seis tiros. En Manzanares 25 está la que se considera la casa más antigua que existe en la Ciudad.

En Guatemala 31 estuvo la casa del médico Cristóbal de Ojeda, que atendió a Cuauhtémoc de las quemaduras sufridas durante su célebre tormento. En Mesones y 20 de Noviembre hubo una capilla a la que sólo podía asistir la población negra de la capital, en un tiempo en que a esta población no se le permitía “reunirse en número mayor de tres, ni de día ni de noche, so pena de cien azotes”.

En una vecindad de la calle de Moneda nació Gabriel Vargas, el autor entrañable de La Familia Burrón. En la esquina de Emiliano Zapata y Santísima estuvo la casa donde Francisco Cervantes de Salazar escribió la primera crónica dedicada a la Ciudad de México. En Isabel la Católica 7 estuvo la imprenta donde Luis G. Inclán imprimió, en 1865, una novela inolvidabl­e: Astucia.

En Tacuba 65 vivió la última virreina de la Nueva España, a la que Carlos María de Bustamante vio morir en la indigencia: María Josefa Sánchez de O’Donojú.

En tres años más la Ciudad de México cumplirá 500 de haber sido fundada. A pesar de los desastres naturales y las guerras; a pesar de la destrucció­n del pasado colonial perpetrada durante la Reforma y el Porfiriato; a pesar de los gobiernos de la Revolución, ávidos de derribarlo todo para levantar inmuebles a través de los cuales lucrar y enriquecer­se, la vieja soberana de los lagos conservó en sus calles fantasmas que narraban su pasado, construcci­ones que como barcos encallados veían pasar los siglos.

Hasta mediados del siglo XIX la gente sabía leer las ciudades que habitaba porque las ciudades tenían a flor de piel su memoria. Luis González Obregón afirma que en las voces Mixcalco y Tlaxcoaque quedaban ecos de Tenochtitl­an; que la memoria de los misioneros franciscan­os y agustinos se conservó indeleble en calles que se llamaron San Francisco y San Agustín; que los colegios fundados en épocas remota s legaron sus nombres a San Juan de LetránySan­Il de fon so; que las calles de Chav arría yLó pez perpetuaro­n la memoria de hombres ilustres por su virtud, su riqueza o su valor.

A principios del siglo XX, sin embargo, las calles perdieron su nombre original y se les impuso uno nuevo: el de las repúblicas latinoamer­icanas que habían festejado el centenario de la Consumació­n de la Independen­cia. Desde esa fecha dejamos de leer a la Ciudad y los viejos edificios se volvieron sólo eso: edificios arrumbados en esquinas como ancianos que una familia tolera, y en el fondo desprecia.

En unas décadas todo lo que antes era hito de la memoria se perdió: caminamos sin entender, sonámbulos en nuestra propia urbe.

Hace tres años, durante un acto público, Rafael Pérez Gay y yo le dijimos al jefe de Gobierno Miguel Ángel Mancera que era posible revertir 150 años de demolición de la memoria colocando en los edificios históricos del centro pequeñas placas que informaran sobre su pasado.

Mancera se comprometi­ó a hacerlo. Tres años más tarde 200 lugares podrán contar brevemente su historia. 200 placas identifica­tivas serán colocadas durante las semanas siguientes en los muros de la Muy Noble: se le devolverá por fin a la Ciudad una pequeña parte de sus recuerdos perdidos.

Un acto en defensa de la memoria en una ciudad con Alzheimer. Pocas alegrías tan intensas como la de haber tenido la suerte de participar en esta especie de “Declaració­n de amor” a la antigua y magnífica Ciudad.

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