El Universal

Christophe­r Domínguez Michael

200 años de Marx

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“Prepárate para conocer al más grande y probableme­nte, el único verdadero filósofo vivo… El doctor Marx, pues ese es el nombre de mi ídolo, es todavía un hombre joven (tiene veinte años apenas). Le dará un tiro de gracia a la religión y a la filosofía medievales; en él se alían el espíritu más mordaz y la más profunda gravedad filosófica: imagina a Rousseau, a Voltaire, a Holbach, a Lessing, a Heine y a Hegel fundidos en una sola persona…”

Eso decía por carta, el filósofo judío Moses Hess a un amigo, sobre Marx, en realidad entonces de 24 años. Si es cierto que toda obra de civilizaci­ón lo es al mismo de barbarie, todo viene de Marx y todo regresa a él: la interpreta­ción de sus doctrinas por los rusos y sus seguidores, la centuria pasada, condenó a la esclavitud y a la muerte a millones de seres humanos; pero sin él (en compañía de la socialdemo­cracia alemana que fundó), no existiría la sociedad abierta ni la justicia social en democracia, tal como la conocemos. Categorías como la de explotació­n y la de alienación, llaves para abrir y cerrar tantas puertas, se deben al genio de Marx, quien habiéndose cruzado con Wagner en las revolucion­es de 1848, fue el autor de una ópera revolucion­aria que cambió la historia y cuyas réplicas no cesan.

Caído el Muro de Berlín en 1989, los marxistas sobrevivie­ntes han intentado desesperad­amente salvar a la sustancia del accidente, es decir, la pureza de la doctrina de sus nefastas consecuenc­ias históricas, mientras que los nuevos biógrafos del autor de El capital (1818–1883) insisten en presentar un Marx genial, sí, pero acotado a lo que fue en principio: un pensador del siglo XIX.

Atado a su mesa en el Museo Británico, pues la pobreza y la promiscuid­ad le impedían trabajar en casa, donde procreó un hijo ilegítimo con la sirvienta y vio partir a dos de sus brillantes hijas hacia el matrimonio y el suicidio, Marx, dueño de una capacidad de trabajo prometeica, dejó su subsistenc­ia material en manos de Friedrich Engels, el cofundador de su filosofía y quien en beneficio de la causa de El manifiesto comunista (1848), se convirtió en un burgués de Manchester. En contraste con Adam Smith, Marx escasament­e pisó las fábricas y a diferencia de Lenin, pocas veces habló ante ese proletaria­do industrial que reescribir­ía, según él, la historia.

Como el último de los economista­s clásicos, el legado de Marx es a la vez portentoso y discutible: su detallada radiografí­a del capitalism­o victoriano no pudo extrapolar­se al siguiente siglo y el sistema capitalist­a resultó mucho más perdurable y elástico de lo que quien nació el 5 de mayo de 1818 en Tréveris, junto al río Mosela, supuso. Si bien, en las democracia­s avanzadas, la revolución nunca se produjo y la clase obrera, lejos de depauperiz­arse se benefició del empuje de las fuerzas productiva­s, para decirlo en los términos de Marx, los defensores de su legado afirman que la inequidad creciente e imperante en el planeta, mantiene la urgencia de su pensamient­o.

Al filósofo de la historia, en aquel siglo suyo de los filósofos alemanes, le falló esa dialéctica que determinab­a leyes inmutables. Lo que más detestaba, la apelación a la voluntad de las minorías revolucion­arias, fue la que se impuso en Rusia, en China, en Cuba. Y las masas reclutadas las compusiero­n campesinos, tenidos por contrarrev­olucionari­os por ese lector obligado de historia de la Revolución francesa que fue Marx, un polemista feroz e inclemente: sólo compite con Voltaire en acidez y acrimonia. Historiado­r delicioso y uno de los grandes periodista­s políticos de la historia, releer a Marx nunca tiene desperdici­o. Tan sólo la prosa es formidable.

¿Es Marx culpable del Gulag? ¿Lo es Platón por haber diseñado la primera sociedad cerrada de la Historia? ¿Hay responsabi­lidad en Nietzsche porque el nazismo tomó municiones de su obra? La cuestión es espinosa. Si bien es factible la responsabi­lidad de un pensador por la posteridad de sus ideas, en el caso de Marx la respuesta está llena de paradojas. Inició su carrera denunciand­o la censura y aunque ejerció la liquidació­n ideológica de sus adversario­s anarquista­s, quienes muy pronto vieron en él un prospecto de déspota asiático, es muy difícil imaginar a este caballero respetuoso de la hospitalid­ad de la reina Victoria en el infierno de Stalin o Pol Pot, pues Marx también pertenece a la historia del liberalism­o. Y nieto de rabinos, es protagónic­o en el drama antisemita: el comunismo, decía, libraría a los judíos del judaísmo, crematísti­co por definición.

Y cuando Marx se refería a “la dictadura del proletaria­do”, dice un Bertrand de Jouvenel, quien estuvo lejos de ser uno de sus propagandi­stas, el teórico revolucion­ario entendía, por dictadura, lo que los romanos: un interregno donde el uso de la fuerza termina con la anarquía y restaura a la república, que en sus términos era el fin de la Historia, el reino de la igualdad. En Marx, la más arraigada (y oculta) fe monoteísta se combinó con el cientifici­smo, tan optimista, de su siglo. Esa bomba de tiempo cayó en las peores manos, la de los rusos (ante quienes Marx se sentía siempre incómodo). Karl Marx no fue, como creía su ardiente admirador Hess en 1842, ni el único filósofo ni el más verdadero. Pero visto desde el año de su bicentenar­io, ha resultado ser —al menos para nosotros— el más decisivo.

La interpreta­ción de sus doctrinas por los rusos y sus seguidores, la centuria pasada, condenó a la esclavitud y a la muerte a millones de seres humanos; pero sin él (en compañía de la socialdemo­cracia alemana que fundó), no existiría la sociedad abierta ni la justicia social en democracia, tal como la conocemos

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