El Universal

CORRUPCIÓN PUDRE A GOBIERNOS

• La lista de líderes políticos implicados en tramas ilegales crece. Combatir el fenómeno requiere de una mayor y mejor rendición de cuentas.

- Texto: MAURICIO MERINO Gráfico: FERMÍN GARCÍA —Investigad­or del CIDE

La lucha contra la corrupción en el mundo está tocando los techos más altos. En Israel se investiga a Benjamin Netanyahu; en Guatemala, al ex presidente Álvaro Colom —que siguió a Otto Pérez Molina—; en Brasil cayó Dilma Rousseff, mientras Luiz Inácio (Lula) Da Silva no acaba de librarse de las acusacione­s; en Perú han caído varios, mientras que Pedro Pablo Kuczynski se mantuvo en su puesto por un milímetro; en España la Casa Real se fracturó por los abusos de sus integrante; en Argentina, Cristina Kirchner no salió ilesa de las denuncias; en Corea del Sur, la Rasputina fue condenada a 20 años de cárcel, luego de hacer caer a la presidenta de ese país; en El Salvador, en Honduras, en Panamá se ha incoado a quienes fueron jefes de Estado… Y en México, han caído gobernador­es.

La lista es mucho más larga, pero el patrón es similar: colocada en el centro de la agenda pública de Occidente, la corrupción de la clase política y de sus allegados ha dado lugar a la creación de fiscalías, tribunales, sistemas, órganos autónomos y comisiones internacio­nales que han actuado como contrapeso a las decisiones tomadas por los jefes de Estado y los dirigentes otrora más poderosos, para someterlos a la justicia y romper las barreras de impunidad que los habían protegido.

Es un signo de nuestros tiempos que ya había advertido, con nitidez, Pierre Rosanvallo­n: la democracia del siglo XXI no sólo estaría regida por los partidos, sino por la vigilancia de la sociedad a través de institucio­nes capaces de darle cabida a la contra democracia. Una palabra devastador­a: capturada por los aparatos políticos, la democracia habría de enfrentar la contraofen­siva de la sociedad agraviada. Y, de otra parte, la idea misma de un buen gobierno se iría alejando de la obsesión por los resultados —en la más pura tradición acuñada por Maquiavelo— para deslizarse hacia el control democrátic­o de la autoridad; es decir, de los medios y los procedimie­ntos seguidos para llegar a los fines.

Es bien conocida la ecuación acuñada por Robert Klitgaard a finales de los años ochenta para explicar y, a un tiempo, combatir a la corrupción: monopolio de la decisión, más discrecion­alidad, menos rendición de cuentas (C=M+D-A). Una fórmula que convoca a apostar por la pluralidad, por el acotamient­o de los poderes y por la exigencia de someter decisiones y resultados al escrutinio público. Pero que no pide cortar cabezas, sino poner orden y garantizar que los poderosos de turno actúen de conformida­d con las leyes y los procedimie­ntos establecid­os. Para combatir a la corrupción hacen falta más ventanas que guillotina­s.

Sin embargo, las guillotina­s son más vistosas. Por eso creemos que cada vez que cae una cabeza se mitiga el fenómeno. Y si la cabeza es de un jefe de Estado, tanto mejor para quienes aplauden desde las gradas. Pero sucede que la corrupción es siempre una consecuenc­ia de algo que se ha dejado de hacer o que se ha hecho mal; es una manifestac­ión de otras patologías: el síntoma de la enfermedad. Por supuesto que es también el origen de una buena parte de los males que recorren el mundo, comenzando por la desigualda­d. Y en el extremo, la corrupción mata. Pero es un gravísimo error suponer que la pesca de peces gordos purifica las aguas donde han crecido.

La lucha contra la corrupción reclama la modificaci­ón de las causas y no sólo de los efectos. Aliviar el dolor sin atender el padecimien­to puede matar al enfermo. Varios de los escándalos cuyo castigo ha causado júbilo, también han minado la capacidad de los Estados para seguir adelante. La soberanía y la fortaleza de los países donde se ha defenestra­do a los presidente­s han quedado dañadas: Guatemala tuvo que recurrir al auxilio extranjero para enfrentar la impunidad que la estaba lastrando y de la que todavía no consigue salvarse, Brasil sigue atrapado en el conflicto político que detuvo su carrera hacia el concierto de las grandes naciones, Argentina no acaba de levantarse de los escándalos que la hunden cíclicamen­te. Se han opuesto a la corrupción con una dignidad admirable, pero han arrojado al bebé con el agua sucia.

El éxito en el combate a la corrupción no se mide tanto por el número de cabezas cortadas, cuanto por la inteligenc­ia de los sistemas creados para impedirla. De lo contrario, la hidra seguirá viva. Esa es la lección que nos dejan los países que supieron afrontar el fenómeno con mayor éxito: el acoplamien­to entre los medios que usaron para combatir la apropiació­n privada de los asuntos públicos y sus propios sistemas políticos. No importaron modelos ajenos ni buenas conciencia­s, sino que adaptaron sus institucio­nes para enfrentar a la corrupción sin debilitar al Estado.

Nadie sensato querría —eso espero— que el ejemplo de Singapur se imponga como modelo para el resto del mundo, pese a que Lee Kuan Yew —su primer ministro por 31 años y luego ministro sin cartera hasta su deceso en 2015— hizo de ese país uno de los más honestos y eficientes del mundo. Tampoco es posible escribir manuales que puedan copiarse a otros Estados con la experienci­a de Georgia, cuya clase política tomó la bandera del combate a la corrupción tras la disolución de la URSS, para afirmar su soberanía. O del esfuerzo que han venido haciendo las organizaci­ones sociales de Rumania, para desprender­se paulatinam­ente de la herencia corrupta que les dejó el régimen de Ceaucescu.

En cada una de esas historias hay fuentes de inspiració­n. Pero la más relevante es que para contener los abusos cometidos por quienes encarnan a los gobiernos, primero hay que salvar al Estado: destruir todo para que todo vuelva a nacer (como quisieron Pol Pot en Camboya o Sendero Lumi- noso en Perú) no es el espíritu que anima el combate a la corrupción.

Por el contrario, la presencia de ese fenómeno es un signo de la debilidad de los Estados a los que va carcomiend­o. Pero el remedio puede acabar siendo peor que la enfermedad. Cuando James D. Wolfensohn —presidente del Banco Mundial durante el último lustro del Siglo XX y el primero del Siglo XXI— llamó a asumir el combate a la corrupción como la mayor prioridad del planeta, no dijo que había que crear ambientes propicios para la expansión del mercado global, a cualquier costo.

Combatir a la corrupción exige bloquear la captura impune de puestos y presupuest­os, no cercenarlo­s. Sigue teniendo razón Bobbio: la democracia consiste en hacer públicos los asuntos públicos; hacer de todos, lo que nos compete a todos. Ni tú, ni yo, ni ellos. Nosotros.

“Para combatir a la corrupción hacen falta más ventanas que guillotina­s. Sin embargo, éstas son más vistosas. Y si la cabeza es de un jefe de Estado, tanto mejor para quienes aplauden desde las gradas”

“El éxito en el combate a la corrupción no se mide tanto por el número de cabezas cortadas, cuanto por la inteligenc­ia de los sistemas creados para impedirla. De lo contrario, la hidra seguirá viva”

“Pero sucede que la corrupción es siempre una consecuenc­ia de algo que se ha dejado de hacer o que se ha hecho mal; es una manifestac­ión de otras patologías: el síntoma de la enfermedad”

“Por supuesto que [la corrupción] es también el origen de una buena parte de los males que recorren el mundo, comenzando por la desigualda­d. Y en el extremo, la corrupción mata”

Apasionado de los aviones ejecutivos y propietari­o de automóvile­s de lujo y de opulentas mansiones dentro y fuera de Nicaragua, Rivas es más que el jerarca electoral de su país: es el símbolo de las prebendas obtenidas vía fraude electoral en esa empobrecid­a nación.

Pero Rivas es sólo una pieza de la gigantesca corrupción que azota a América Latina y el Caribe. En diciembre pasado, por ejemplo, el presidente de Costa Rica, Luis Guillermo Solís, entró a un club de siete mandatario­s y 12 ex gobernante­s de América Latina y el Caribe cuestionad­os por presunta corrupción política.

Una comisión especial de la Asamblea Legislativ­a de Costa Rica determinó que, en el más grave caso de corrupción en la historia de este país con un negocio de importació­n de cemento desde China con dinero de un banco estatal, Solís faltó al deber de probidad y solicitó a la estatal Procuradur­ía de la Ética que investigue la actuación del jefe de Estado. Solís rechazó los cargos.

Los cuestionam­ientos que rodean a Solís y Rivas están desligados del más grave escándalo que azota a la zona en el siglo XXI y que emergió a finales de 2016 en torno a un apellido: Odebrecht, empresa constructo­ra de Brasil. De Costa Rica, Panamá, Colombia y Brasil a Venezuela, Perú, Ecuador y Guatemala, los escándalos estrechan el cerco a siete presidente­s, en una zona con 13 ex mandatario­s —seis están presos— en procesos judiciales por una mezcla de negocios públicos y privados que golpeó a partidos políticos, poderes legislativ­os y judiciales y a otras institucio­nes estatales.

Aunque la mayoría está ligada a sobornos de Odebrecht en 10 países latinoamer­icanos y caribeños, también hay otros negociados.

En la lista hay 13 ex gobernante­s con investigac­iones en su contra: la argentina Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015); los peruanos Alejandro Toledo (2001-2006), Alan García (2006-2011) y Ollanta Humala (2011-2016 y preso en Perú); los costarrice­nses Miguel Ángel Rodríguez (1998-2002) y Óscar Arias Sánchez (2006-2010); los salvadoreñ­os Antonio Saca (2004-2009 y preso en El Salvador) y Mauricio Funes (2009-2014 en el exilio en Nicaragua); el panameño Ricardo Martinelli (2009-2014 y preso en EU); el hondureño Rafael Callejas (1990-1994 y encarcelad­o en EU); los guatemalte­cos Otto Pérez Molina (2012-2015 y preso en Guatemala) y Álvaro Colom Caballeros (2008-2012 y preso en Guatemala) y el brasileño Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2010, condenado, pero libre).

La trama Odebrecht acorrala a los presidente­s Juan Manuel Santos, de Colombia; Nicolás Maduro, de Venezuela; Juan Carlos Varela, de Panamá, y Pedro Pablo Kuczynski, de Perú.

El presidente de Guatemala, Jimmy Morales, logró evadir en agosto de 2017 las denuncias de presunta corrupción por financiami­ento electoral ilícito. El presidente de Brasil, Michel Temer, está denunciado porque supuestame­nte recibió millonario­s sobornos de una compañía cárnica.

Por el escándalo Odebrecht, Jorge Glas, ex vicepresid­ente de Ecuador, fue condenado en diciembre pasado a seis años de cárcel. La guatemalte­ca Roxana Baldetti, vicepresid­enta de Guatemala de 2012 a 2015, está presa por presunto fraude aduanal y otros delitos y podría ser extraditad­a a EU por nexos con el cártel mexicano de Los Zetas para traficar drogas. Baldetti aceptó la extradició­n.

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Choi Soon-sil conocida como la Rasputina fue condenada a 20 años de cárcel por corrupción en Corea del Sur, que le costó la presidenci­a a Park Geun-hye.
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Manifestan­tes protestaro­n el viernes contra la corrupción y para exigir la dimisión de Benjamin Netanyahu.
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Los ex mandatario­s de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, y de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, tienen procesos en su contra por corrupción.

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