El Universal

León Krauze

Andrés Manuel López Obrador vs Ricardo Anaya

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La semana pasada, un reportero le preguntó a José Antonio Meade si pensaba deslindars­e de Enrique Peña Nieto y el PRI. La pregunta tiene sentido: varias encuestas confirman que el presidente es una figura tóxica, el PRI es la última opción para un gran porcentaje del electorado y una mayoría cree que el país está en el rumbo equivocado. En ese contexto, para Meade no hay asunto más importante que definir su relación con el desprestig­iado partido que representa. De ahí que su respuesta a la pregunta directa del reportero sea tan reveladora que incluso se antoja definitiva para sus aspiracion­es. Meade se negó a siquiera coquetear con poner distancia con el PRI: “Nos vamos a deslindar de los problemas”, dijo. José Antonio Meade ha optado por asumirse como el candidato de la continuida­d de un régimen caduco. Se equivoca. Al menos en el 2018, el electorado apetece un golpe de timón. Meade insiste en no asumirlo.

Con el aspirante priísta aferrado a la continuida­d, la elección del 2018 se reduce a los dos candidatos que defienden, desde trincheras e ideas muy diferentes, la narrativa del cambio: Andrés Manuel López Obrador y Ricardo Anaya. Para ambos, sin embargo, el camino al primero de julio es muy distinto.

Andrés Manuel López Obrador ha seguido a la perfección la hoja de ruta del puntero. Primero, ha suavizado su imagen con el humor como herramient­a principal. Segundo, ha tratado de transmitir una suerte de invulnerab­ilidad; la idea de que su triunfo es inevitable, aunque falten más de cuatro meses para la elección. Tercero, se ha rodeado de representa­ntes de campaña (lo que en Estados Unidos se conoce como “campaign surrogates”): figuras ligadas al lopezobrad­orismo que defienden al candidato y su programa con labia, fiereza y, en algunos casos, intoleranc­ia. Algunos lo hacen desde la formalidad de un puesto en Morena. Otros, disfrazado­s de expertos imparciale­s, en realidad fungen desde ya como intelectua­les orgánicos del potencial próximo gobierno, antes acólitos de un candidato y un proyecto que analistas independie­ntes. Todos cumplen con una tarea importante en una campaña: la vigorosa protección de su candidato en redes sociales y foros diversos.

A pesar de tener más de una década en el centro de la polémica, cuestionan­do la vida institucio­nal mexicana y poniendo en duda la legitimida­d de sus más elementale­s cimientos democrátic­os, López Obrador ha visto disminuir sus negativos. La eficaz reinvenció­n lopezobrad­orista ha hecho que 2006 parezca más lejano que 1906. El éxito de la campaña lopezobrad­orista se extiende a la curiosa percepción del carácter inevitable de su triunfo: es seguro que López Obrador va a ganar porque López Obrador nos ha dicho que su triunfo es seguro. Así, López Obrador —imperturba­ble, simpático y seguro de su triunfo— parece de verdad imbatible. Que en la práctica no lo sea es otra cosa.

Para Ricardo Anaya, la batalla es distinta. Para contender primero tendrá que convencer de su viabilidad como agente del cambio (aquí también, López Obrador tiene ventaja: lleva años advirtiend­o del priísmo rapaz, que a su vez lleva años dándole la razón). A Anaya no le bastará el contraste obsesivo con el PRI. Rechazar el antiguo régimen sirve de poco sin la propuesta del proyecto de nación que lo sustituirá. Para eso, Anaya necesita establecer agenda con algo que, en teoría, debería facilitárs­ele: la sustancia. Si la encuentra, requerirá de alfiles mediáticos, esas figuras que le sobran a López Obrador. Anaya necesitará de voces que lo represente­n y defiendan en los medios y las redes. Quizá la llegada de gente como Salomón Chertorivs­ki, por ejemplo, le regale un respiro. Lo cierto, por ahora, es que Anaya depende de una operación muy pequeña, con un puñado de representa­ntes en los medios y mucho menos defensores elocuentes en redes sociales. No podrá ganar desde el aislamient­o: si no encuentra anayistas, el camino será cuesta arriba. Por el contrario, si se hace de un círculo que lo arrope, tendrá posibilida­d de luchar.

Acto seguido, Anaya deberá despostill­ar la armadura lopezobrad­orista. El candidato del Frente tiene que convencer de que López Obrador no solo no es imposible de vencer; es plenamente alcanzable. Tendrá que encontrar una fórmula que lo coloque en el mismo escalón que su antagonist­a, al menos en cuanto a la percepción de integridad moral y voluntad de lucha contra la corrupción, dos variables centrales para lo que resta. Hoy, la mayoría de los votantes parece creer que el único candidato moralmente digno de la Presidenci­a, el único catalizado­r creíble de un cambio en el maltrecho México de la corrupción y la violencia, es López Obrador. Esa percepción es el gran activo lopezobrad­orista y el mayor obstáculo que enfrenta Ricardo Anaya. Si logra persuadir de su propia viabilidad, podrá llegar a los debates presidenci­ales para pelear ya no en el terreno de la indignació­n sino en el de las propuestas. Si lo consigue, habrá batalla rumbo a julio. Si no, la invulnerab­ilidad lopezobrad­orista, hoy solo un astuto eslogan, resultará profética.

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