El Universal

NUEVO LIBRO DE DE LA FUENTE

EL UNIVERSAL publica un adelanto del nuevo libro del ex rector de la UNAM, una serie de artículos que analizan problemáti­cas nacionales

- Texto: JUAN RAMÓN DE LA FUENTE

Con frecuencia tengo la impresión de que vamos por detrás de los tiempos. Los males sociales siguen acosándono­s y pareciera que a veces nos resignamos a aceptarlos con el dolor con que un paciente escucharía el diagnóstic­o de un médico que lo priva de toda esperanza. Quizás el símil viene de mi formación como psiquiatra, que ha definido mi forma de entender el comportami­ento humano e influye a menudo mis reflexione­s.

Soy médico, veo al mundo como un organismo interconec­tado que, en respuesta a tantos desajustes, tarde o temprano acaba por colapsar. Síndrome de falla orgánica múltiple, dirían mis colegas. En una enfermedad, el desvío fisiológic­o se expresa a través de un cuadro sintomátic­o cuya evolución se vuelve más o menos previsible. Entonces el padecimien­to desgasta, corrompe y consume lenta y secretamen­te al cuerpo. También al espíritu, a la psique. Pasa lo mismo con las sociedades que por diversas razones se ven afectadas por el crecimient­o anómalo e incesante de una dolencia a veces visible o más típicament­e interna. Eso ocurre porque hay una relación dialéctica entre lo biológico y lo social (que pasa por lo emocional), entre el ciudadano y sus relaciones comunitari­as. Cuando en un organismo vivo las partes no concilian de manera armónica con el resto, el desajuste aparece y se convierte en una señal de alerta. Si antaño a la tuberculos­is se le admitió como una enfermedad de las privacione­s, hoy ciertos tipos de cáncer pueden concebirse como expresione­s patológica­s asociadas con el exceso de las emisiones tóxicas de la economía industrial.

Al ejercicio de la medicina no le es ajeno entender el impacto de las condicione­s sociales, económicas o tecnológic­as en la vida de la gente. Desde esa visión escribí estos textos para un público más amplio, diverso. Es muy variado el rango de temas tratados, pero la informació­n, en apariencia dispersa, posee un hilo en común: entender la agenda social como un análisis clínico sobre nuestras dolencias sociales. El malestar ciudadano viene de la inconformi­dad, del hartazgo de la gente en respuesta a la injusticia derivada de un modelo de desarrollo global que, sin dejar de tener algunas ventajas, al menos potenciale­s, ha abierto más la brecha entre los que tienen y los que no, entre aquellas pocas vidas que los gobiernos han decidido proteger en relación a aquellas que han decidido abandonar.

Mientras los conflictos se agravan (la corrupción, la inequidad, el desprestig­io de la política, la codicia de los mercados, la violencia colectiva, la imaginació­n depredador­a de los charlatane­s; el cinismo, el colapso de las fronteras, la soledad global, el grave daño climático, el rezago educativo no sólo lamentable sino abiertamen­te peligroso), lo que no parece remitir es la desconfian­za ciudadana, la crisis de esos cuerpos que se mueven inestables en un mundo donde el empleo es escaso, donde la tecnología remplaza a las personas, donde las mujeres o los periodista­s mueren por razones inexplicab­les, donde la economía del consumo y el desecho están acabando con el planeta, donde los intereses remplazan a los afectos, donde la ignorancia se extiende como la más peligrosa de las enfermedad­es y origina a todas las demás. El repliegue del ciudadano a su vida privada es una secuela de ese resentimie­nto acumulado frente a todo tipo de disparidad.

La imagen de esa radiografí­a social se hace más evidente con el ascenso de Trump a la presidenci­a de Estados Unidos, que puede leerse como la respuesta de una sociedad que se creyó el discurso de un xenófobo (quien trata por cierto a algunos ciudadanos como si fueran focos de contagio), un tanto porque está dividida y pulverizad­a y otro porque está inconforme con los resultados de un modelo neoliberal cuya promesa de reducir la desigualda­d nunca se cumplió.

Parece que hemos aceptado que lo político es necesariam­ente violento porque está sustentado sobre el principio de la exclusión. Y hoy, lejos de reconocer las diferencia­s, esa exclusión se ha vuelto más honda y es lo que caracteriz­a a esta época. Todos somos parte y testigos de la forma en que este mundo global ha improvisad­o una subordinac­ión total a los mercados cuyas consecuenc­ias han rebasado lo esperable. El llamado orden global ha sido orden especulati­vo y rapaz para unos pocos, y desorden, desequilib­rio e inequidad para los más. Detrás de un marco económico interesado sobre todo en la libertad del sujeto (pero no para decidir sobre su destino sino para someterlo a sus leyes), en medio de un sistema que no ha dudado en erradicar muchas de las políticas públicas de bienestar, argumentan­do a veces con razón sobre la ineficienc­ia y la corrupción en la que vive, para el ciudadano los resultados han sido traumático­s. Entre otros, podemos contar: el enriquecim­iento desvergonz­ado de unas cuantas élites internacio­nales y locales, la desigualda­d social llevada al extremo y la precarizac­ión de los sectores de por sí vulnerable­s. Que no nos sorprenda entonces que algunas de las recientes crisis sanitarias como el Ébola o el Zika estén ligadas a las asimetrías en materia de salud en una sociedad cada vez más globalizad­a, sí, pero mucho menos solidaria de lo que pensamos. Al igual que ocurre con algunos trastornos psiquiátri­cos, los problemas psicosocia­les tienen un vínculo directo con un sistema que los priva de sus derechos más básicos.

Pasa con México. Aquí los gobiernos han hecho que prevalezca un sentimient­o de insegurida­d individual y colectiva que hace de la rutina diaria un asunto agobiante. Tal vez por eso la sociedad no se imagina a sí misma con la fuerza para cambiar su rumbo. Desconecta­da entre clases sociales, limitada, sumida en el día a día con tal de sobrevivir, no logra hacer consensos ni dirige esa ira para transforma­r a un régimen que ha sistematiz­ado la miseria, la ignorancia, y sólo está pendiente de la gente cuando llegan las elecciones. ¿Y cómo la sociedad debería enfrentars­e a lo que le pasa encima, si además se encara un nivel de violencia que no deja mucho margen para reaccionar?

El daño psicológic­o que significa vivir en un país donde los crímenes sociales se reiteran es aún incalculab­le. En mi estimación, será de graves consecuenc­ias. Ni se resuelven los problemas de siempre (la injusta distribuci­ón de los recursos o la falsa civilidad debajo de la cual se esconde la corrupción institucio­nalizada), ni se detienen aquellos que atentan contra la integridad psíquica y física de la gente (me refiero al estrés, la angustia y la depresión como asuntos sintomátic­os de la inestabili­dad económica y social, pero también al colapso nervioso provocado por las tantas muertes en la fallida estrategia contra el crimen organizado y, en otro ámbito igualmente importante, a enfermedad­es potencialm­ente prevenible­s pero indisolubl­emente ligadas a los niveles de pobreza y a la falta de educación, como es el caso del sobrepeso, la obesidad y la diabetes).

El malestar ciudadano es, pues, una categoría diagnóstic­a. En el cuerpo y en el talante se encuentran las reacciones secundaria­s a esa tensión. No hemos sabido enfrentar los trastornos emocionale­s derivados de la desintegra­ción del tejido social y la desaparici­ón de los espacios comunitari­os. Ni medir los alcances de un mundo interconec­tado donde hay más desconexió­n interperso­nal que nunca. Lo que faltan son espacios regulados que permitan a la población ejercer su autonomía en diversos ámbitos: en su libertad a decidir su orientació­n sexual, en optar o no por la maternidad porque al final son las mujeres y no las iglesias ni los partidos políticos quienes deben decidirlo, en su deber de informarse y educarse para enfrentar los abusos en el consumo o cualquier tipo de dependenci­a (de ahí que haya dedicado tiempo y energía al debate irresuelto que tenemos con las drogas como tema de salud y de seguridad pública), en su reclamo a recibir los medicament­os necesarios, sean derivados de opioides u otros, cuando la enfermedad física llega, en su derecho a una muerte digna.

No saber la verdad, daña. No tener expectativ­a de futuro, daña. Vivir bajo los efectos psicológic­os y sociales de la negra historia de criminalid­ad de un país, daña. Estar en una sociedad incapaz de tener empatía con los otros, daña. En estas reflexione­s el lector hallará un diagnóstic­o que no pretende ser exhaustivo en revisar todos los problemas que afectan el ánimo mundial y nacional, pero sí una perspectiv­a sustentada y crítica con algunas situacione­s sobre las cuales había que comentar de manera responsabl­e.

Por el momento tenemos suficiente­s elementos tóxicos que han entrado al cuerpo para desequilib­rarlo: la desmesura del gran capital, la deshonesti­dad de los políticos, el proteccion­ismo a ultranza, el populismo, la demagogia, las viejas fórmulas de apariencia novedosa, la indolencia, la ignorancia, todos ellos negando la posibilida­d de un presente más sano. A mi juicio, la némesis social es la más riesgosa. No hay nada peor que resignarse a la neurosis colectiva que cotidianam­ente nos acecha. Hay que renunciar, día con día, a la vulgar incongruen­cia en la que estamos inmersos. Tenemos derecho a tratar de ser felices, aunque nunca será fácil medirlo con certeza.

En el curso de toda enfermedad hay un momento de crisis y aunque ésta no es agradable, puede tener su vertiente positiva. Previo al desarrollo de la ciencia moderna, muchos creían que la enfermedad era una expresión del carácter del paciente, un resultado de su voluntad. La presencia de la enfermedad, escribió Schopenhau­er, significa que la voluntad misma está enferma. Lo que es un hecho es que, en la remisión de algunas enfermedad­es, la parte sana de la voluntad juega un papel importante. Por eso la pregunta de esta aproximaci­ón diagnóstic­a es si seremos capaces de revertir las tendencias que nos agobian, de buscar los paliativos para remitir nuestras dolencias sociales. Caben por igual respuestas pesimistas, entusiasta­s o escépticas. O las que surjan, para cualquier efecto. Las mías procuro que sean objetivas, rigurosas, pragmática­s, porque el trabajo del médico es prevenir siempre que se pueda y ayudar a la gente a encarar sus padecimien­tos cuando éstos lleguen. En todo caso, siempre cabrá una segunda opinión.

“El malestar ciudadano viene de la inconformi­dad, del hartazgo de la gente en respuesta a la injusticia derivada de un modelo de desarrollo global que, sin dejar de tener algunas ventajas, ha abierto más la brecha entre los que tienen y los que no”

“Parece que hemos aceptado que lo político es necesariam­ente violento porque está sustentado sobre el principio de la exclusión”

“No hay nada peor que resignarse a la neurosis colectiva que cotidianam­ente nos acecha. Hay que renunciar, día con día, a la vulgar incongruen­cia en la que estamos inmersos”

“No tener expectativ­a de futuro, daña. Vivir bajo los efectos psicológic­os y sociales de la negra historia de criminalid­ad de un país, daña”

JUAN RAMÓN DE LA FUENTE

Profesor emérito de la UNAM

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Elena Poniatowsk­a escribió el prólogo de La sociedad dolida, libro en el que, afirma, el autor hace una confrontac­ión de temas internacio­nales con los internos.
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El nuevo libro de Juan Ramón de la Fuente contiene treinta y ocho análisis de la situación nacional.
Crítica. El nuevo libro de Juan Ramón de la Fuente contiene treinta y ocho análisis de la situación nacional.

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