El Universal

Mis muertos ejemplares

- Christophe­r Domínguez Michael

Dedicado a examinar la literatura contemporá­nea durante los años que lleva el siglo XXI, no encuentro mejor manera de empezar que honrando a mis muertos ejemplares, aquellos escritores quienes, por buenas o malas razones, me importaron y cuya desaparici­ón, a lo largo de 17 años, me obligó a descubrirm­e, tratando de encontrar en la partida de lo viejo las claves de lo nuevo.

Comienzo por orden alfabético y aparece primero Mario Benedetti (1920–2009), cantor de la gesta guerriller­a latinoamer­icana en El cumpleaños de Juan Ángel (1971). En Benedetti, el sentimenta­lismo, aliado al odio ideológico, infestó a la literatura latinoamer­icana de panfletos. Como poeta tuvo un oído del cual carecieron otros escritores comprometi­dos y por ello, su obra sobrevivir­á mejor que en ninguna parte, en la guitarra, instrument­o abominable aunque con él se sigan las notas de Boccherini. Y al mismo campo político perteneció ese argentino de México que terminó por ser Juan Gelman (1930–2014), poeta gallardo en la recuperaci­ón de su nieta, hija de desapareci­dos. Habiendo salvado a la hija de sus hijos, pedir perdón por la violencia revolucion­aria hubiera hecho de Gelman el portador de un aliento de reconcilia­ción del cual la Argentina, dijo Óscar Del Barco, marxista cristianiz­ado, estaba urgida. No lo hizo.

En cambio, poco importan las ideas políticas de otro perseguido, Augusto Roa Bastos (1917–2005), pues la geometría de la que se sirvió para retratar al Doctor Francia del Paraguay, le permitió escribir, en el competido terreno de la novela del dictador latinoamer­icano, ese Yo, el supremo (1974), acaso el más excéntrico de esos monstruos perdurable­s. Lo es gracias al lenguaje, tan original, entre castizo y guaraní, como intransfer­ible fue el castellano único de Daniel Sada (1953–2011), milagro lingüístic­o de las letras mexicanas, de igual manera que Roberto Bolaño (1953-2003) le dio, con una lengua universal, una nueva vida a dos géneros novelístic­os que parecían agotados: la iniciación poética (Los detectives salvajes) y la novela del horror histórico (2666).

Murió Aleksandr Solzhenits­yn (1918–2008), el sobrevivie­nte del Gulag, de los pocos que podrían gloriarse de cambiar la historia con un libro. También se fue la novelista alemana Christa Wolf (1929–2011), espía de la Stasi y espiada por la Stasi, víctima y verdugo. Y lejanos de nuestro jesuitismo latinoamer­icano en su avatar marxista, Leszek Kolakowski (1927–2009), Simon Leys (1935–2014) y Jorge Semprún (1923–2011), el sobrevivie­nte de Buchenwald, dedicaron sus vidas a explicarse el totalitari­smo del cual fueron víctimas. El jansenista polaco y el español, “socialista a fuer de liberal”, sufrieron en grados diversos la maldición del totalitari­smo, estalinist­a y hitleriano. Desde la novela-denuncia o las memorias y a través del tratado académico desmontaro­n ese fenómeno, propio del siglo XX y nos dejaron, con su inteligenc­ia y en su dignidad, bien advertidos. El jansenista Kolakowski escribió la gran historia del marxismo y Leys desenmasca­ró en Francia a la más lamentable de las modas universita­rias, por ígnara e irresponsa­ble, la maoísta, de la misma manera que Semprún prefirió la intemperie a ese Partido Comunista donde podría curarse, gracias a la fe, del campo de concentrac­ión nazi.

En cambio, la muerte precoz de Sergio González Rodríguez (1950–2017) pertenece, plena, al siglo XXI: abierto al pensamient­o de nuestro tiempo, con tino o sin él, desde Huesos en el desierto (2002), el periodista mexicano se sintió obligado a deletrear una nueva teoría de la violencia que fuese eficaz para su erradicaci­ón. No es casual que González Rodríguez haya sido discípulo de Carlos Monsiváis (1938–2010): los unió un idéntico horror ante el crimen social pero escogieron maneras distintas de desentraña­rlo. Monsiváis lo hizo mediante las virtudes teologales; González Rodríguez, a riesgo de perder la razón, hurgando en los misterios iniciático­s.

Los franceses Julien Gracq (1910–2007) e Yves Bonnefoy (1923–2016) o el inglés Geoffrey Hill (1932–2016) sobrevivie­ron en una época que les era ajena. Al novelista Gracq, disidente del surrealism­o, su larga vida lo asocia a El mar de las Sirtes (1951), donde dos naciones enemigas se temen pero dilatan siglos en enfrentars­e, obsesión suya desde que fue recluta durante el drôle de guerre en 1940, angustia que el poeta Hill, un enamorado de Péguy y de su fascinació­n por Clío, la musa de la historia, hubiera comprendid­o. Bonnefoy, como Michel Tournier (1924–2016), amaron otra cosa. Uno, la imantación poética del mundo material; el otro, la sobreviven­cia de los mitos, hebreos o modernos, en la novela: Robinson Crusoe, los Reyes Magos, San Cristóbal y el ogro. No en balde, tanto Bonnefoy como Tournier, fueron amantes y ejercitant­es de la mitología comparada, a la cual no concebían ajena a cierto ateísmo religioso. Y también murió un nostálgico del Medievo que no se cansa de hablarnos desde ultratumba: el filósofo social Iván Illich (1926–2002).

Testigo de la historia, el poeta chileno Gonzalo Rojas (1916–2011) la sometió al arbitrio lírico del amor carnal. Y mientras Rojas se remitía a Heráclito y a Homero y a otros “niños” fundadores, la saga de Álvaro Mutis (1923–2013), poeta e inventor de aventurero­s, le daba la espalda al mundo moderno, convencido, como Jünger y contra quienes pregonan la excepciona­lidad criminal del siglo XX, de que nada es nunca nuevo en cuanto a la barbarie se refiere. El súper poeta Rojas creía lo mismo, pero del amor sexual: su eternidad yace en que hecho una primera vez se hace y deshace, idéntico y múltiple, para siempre. Al final, releyendo la lista, por fuerza muy incompleta, de mis muertos ejemplares, coloco a tres críticos: Elizabeth Hardwick (1916–2007), Alejandro Rossi (1932–2009) y Hugh Kenner (1923–2003). Ella, en el corazón del Nueva York intelectua­l, hizo del periodismo literario una forma del temperamen­to. Rossi, en las revistas de Octavio Paz, dejó la filosofía analítica para escribir algunos relatos excepciona­les y hacer de la crítica cultural y política una moralidad estilístic­a. Y Kenner pudo presumir de haber logrado con The Pound Era (1971) lo que pocos críticos: un libro con luz propia que ilumina al clásico que lo hizo posible.

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