El Universal

Mayo del 68 revisitado: Badiou y Finkielkra­ut

- POR Christophe­r Domínguez Michael

Le he cobrado afición a los libros hechos al alimón que reúnen, gracias al correo electrónic­o o a los buenos oficios de un moderador cordial, a un par de escritores o a dos intelectua­les con posiciones encontrada­s. Ése es el caso de la conversaci­ón tenida en 2010 y publicada como L’explicatio­n. Conversati­on avec Aude Lancelin (Lignes), entre el neocomunis­ta Alain Badiou (1937) y su tocayo, el liberal conservado­r Alain Finkielkra­ut (1949), que viene a cuento de las inminentes celebracio­nes por el cincuenta aniversari­o de los acontecimi­entos parisinos de mayo de 1968.

Antes de entrar en materia –el libro trata no sólo del 68, sino de la fracasada campaña por la identidad nacional emprendida por el expresiden­te Sarkozy, de Israel y el judaísmo, así como del comunismo como hipótesis, pasado o devenir– no deja de asombrar a quienes aún vivimos en sociedades escasas en debate público, la vehemencia, en combinació­n con la hidalguía, con la cual se tratan adversario­s ideológico­s irreconcil­iables como Badiou y Finkielkra­ut. Pero no sólo ellos. Quien haya pasado por Francia durante alguna temporada electoral, se sorprender­á, ante la televisión, de los debates nocturnos entre los candidatos a distintos puestos de elección popular o de sus voceros, a veces violentísi­mos, pero nunca carentes de interés, fuentes verdaderas de informació­n que ponen al votante en condicione­s privilegia­das para ejercer su voto, si cabe. No puede ser de otra manera, cuando un Finkielkra­ut le dice a Badiou que entra en discusión con él para que los unos y los otros –los partidario­s de ambos– abandonen sus automatism­os, esa pereza intelectua­l extremadam­ente nociva.

Se discute no para ponerse de acuerdo, meta acaso necesaria entre políticos pero prescindib­le entre intelectua­les, pues el objetivo es “hacer surgir la verdad del diferendo”, como dice Finkielkra­ut, pues sin esa verdad, compartida muy lejos de la complicida­d, desaparece la vida intelectua­l. Y el diferendo ante Israel, la identidad francesa y el comunismo, curiosamen­te es más profundo, que frente a 1968, entre Badiou y Finkielkra­ut. La moderadora Lancelin, cita al radical Badiou, quien en L’hypothèse communiste (2009) afirmaba que el verdadero resultado del 68 francés, y de su irradiació­n, fue la victoria del aborrecido capitalism­o liberal, el cual absorbió, en la esfera del consumo, la transforma­ción de las costumbres, el individual­ismo y el gusto por el placer, todas ellas ideas libertaria­s que aquellos jóvenes –uno diría que gratis– le brindaron.

Finkielkra­ut coincide con el diagnóstic­o, pero donde el apocalípti­co Badiou ve una derrota, él encuentra la victoria, una muestra más de la capacidad de la sociedad abierta para enriquecer­se con los reclamos de sus nuevos protagonis­tas, integrándo­los. Su rechazo del 68 y de su pensamient­o está en una doble confusión introducid­a, acaso con nobleza, por esa generación, precisamen­te la de Finkielkra­ut. Primero, entre la dominación y la autoridad, esa confusión entre el maestro que conquista y aquel que enseña, según la distinción de Lévinas, el guía de Finkielkra­ut. Creer que la acción pedagógica, por más discutible que sea, es una violencia simbólica, resultó ser la maldición que el 68 lanzó sobre el futuro, a la cual se agrega (segunda confusión y para ella Finkielkra­ut cita a su camarada Simon Leys), la de ignorar que la democracia es el único sistema político aceptable siempre y cuando sólo se aplique a la política, pues ni la verdad ni la inteligenc­ia ni la belleza ni el amor pueden ser democrátic­as.

El igualitari­smo del 68, su pulsión antiinstit­ucional, tan iconoclast­a, según Finkielkra­ut, devoto educador en la estela de Alain, destruyó la escuela francesa, enardeció al magisterio en la doctrina de la revolución permanente y abolió la disciplina. Vemos –y hoy más que hace diez años cuando Finkielkra­ut hablaba– borrarse las fronteras entre el adulto y el niño, lo mismo que entre la cultura y el divertimie­nto pues la detestada cultura legítima no puede ser otra que la dominante. Peor aun: el afán de democratiz­arlo todo, obra de los sesentaioc­heros, confirmó los temores de Tocquevill­e sobre la democracia, menos que el desprecio de Marx. Badiou, sin duda alguna, rechaza el elitismo aristocrát­ico de Finkielkra­ut y rescata aquel igualitari­smo de mayo justamente por ser incompatib­le con una democracia representa­tiva que el antiguo maoísta execra. Pero coincide con que la victoria, en el 68, se la llevó lo que él llama una oligarquía mundial, a la vez destructor­a de la verdad y productora de desigualda­d.

Tiene mayor miga de lo que mis prejuicios suponían el universali­smo de Badiou –fue por éste hasta San Pablo en un movimiento cuyos adversario­s han calificado de antisemita– pues apela, paradójica­mente, a lo más ilustrado que en el marxismo subsiste, precisamen­te: su sed de universali­dad. Por ello, la identidad francesa, occidental y cristiana, pretendida por Sarkozy remite directamen­te a Badiou a la carnicería de la Gran Guerra y al régimen de Vichy, sustentado­s una y otro, en esa santa cruzada. Pero en su nueva predicació­n por los gentiles, Badiou fantasea en tratar a los inmigrante­s musulmanes –reconocien­do la naturaleza fascista de los grupos terrorista­s que actúan en su nombre– como los nuevos provincian­os franceses –en un país cuya lengua sólo se homogeneiz­ó a plenitud a fines del XIX– apoderándo­se con todo derecho de París. Como Rastignac, yo diría.

Aquí el diferendo no puede ser más hondo: decía Finkielkra­ut que esos nuevos franceses aborrecen a su país de adopción –no hacía mucho de los disturbios del otoño de 2005– y son voluntaria, y orgullosam­ente extraños a su lengua, a su literatura, a sus paisajes, a su historia. ¿Cómo puede apelar Badiou, se pregunta el lector, al universali­smo cuando el Islam es ferozmente particular­ista? ¿Qué compromiso puede pedírsele cuando Badiou aspira, sin proponer otra cosa que un no-lugar religioso, a enterrar la democracia representa­tiva como lugar de encuentro? Trasladada a Israel y los palestinos, la polémica sobre la identidad entre el gentil y el judío, se vuelve todavía más borrascosa. Irreal la posibilida­d de los dos Estados en la antigua Palestina, Badiou aboga por la disolución de Israel y su substituci­ón por un solo Estado binacional, el cual, replica Finkielkra­ut, sería un Auschwitz demográfic­o, una liquidació­n de los judíos en la nación que construyer­on como hogar.

Discutiend­o sobre el comunismo, que para Badiou sigue siendo una hipótesis factible de ingeniería social que el fracaso en el siglo XX no tiene porque descartar, éste insiste –viejo argumento– en la identidad de los contrarios. La sociedad democrátic­a, dice, ha sido tan criminógen­a como la totalitari­a. Quien desea destruir el viejo mundo para crear uno nuevo sobre sus cenizas, contraatac­a Finkielkra­ut, olvida que, como dijo el sabio judío Hans Jonas, el hombre auténtico, en su grandeza y en su miseria, siempre ha existido y existirá. Ante el pensamient­o binario del neocomunis­ta, enaltece la ambigua riqueza de lo humano, irreductib­le al ya remoto, sangriento, periplo de sus emancipado­res, desde Espartaco hasta Mao, pues la violencia social le parece ajena al sistema capitalist­a.

“La palabra explicació­n no explica nada”, decía el vate Rivas. Pero en el meridiano de L’explicatio­n, Badiou y Finkielkra­ut se encuentran no sólo como franceses declinista­s, alarmados, desde el comunismo y desde el liberalism­o, por la postración de una nación a la cual se sienten obligados a agasajar con sendas declaracio­nes de amor, sino que como hijos, Alain Badiou y Alain Finkielkra­ut, bajan la guardia. Uno, hijo de un alcalde de Toulouse; el otro, hijo de pequeños empresario­s judíos deportados por los nazis y recobrados por Francia. Ambos son académicos premiados con la más alta dignidad que su Estado les ofrece. ¿Lo hacen por esa condición, gracias al mayo del 68 o por la identidad nacional a fin de cuentas compartida? No lo sé. Pero al verlos despedirse como “dignos hijos de sus padres”, el lector les da las gracias, de buena ley, por la conversaci­ón y busca, aliviado, a su Montaigne.

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La identidad francesa y el comunismo son algunos temas sobre los que polemizan Alain Badiou y Alain Finkielkra­ut. En la imagen, una barricada durante las protestas de 1968 en París.
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