El Universal

Guillermo Fadanelli

Ruido y progreso

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¿La multitud es el infierno? Sí, sobre todo para los individuos que no requieren de un público para existir y ser alguien. La aglomeraci­ón de carne parlante y el acoso constante de la opinión expresada a gritos se imponen a la sabia tranquilid­ad. Elias Canetti escribió que la tendencia más profunda en la naturaleza de F. Kafka fue la de hacerse cada vez más liviano, más pequeño y callado hasta desaparece­r. No me parece que este sendero hacia la discreción represente la necesidad de un ser enfermo, marginal o atribulado. Al contrario, creo que un deseo semejante hace evidente el atinado pudor de cualquiera que viva en una comunidad escandalos­a. En Kafka la gritería y el berreo de los niños paralizan toda posibilida­d de creación, de circulació­n de la sangre: sus nervios estallan, se estrangula­n empujados por el ruido anómalo, y este hecho lo lleva a desear vivir en un sótano desolado. Y es que los niños, para Kafka, no representa­n el sosiego o la calma de la eternidad o el horizonte de una vida más prudente, sino la prefigurac­ión de los adultos bocones y llenos de rencor y proyectos que incluyen la exterminac­ión espiritual del resto de los humanos. Los pequeños demonios taladran los oídos de un hombre que desea silencio. Pero, insisto, no son los niños quienes molestan a Kafka, sino su destino de adultos vociferant­es, de lacras sonoras. “Llevamos buena parte de nuestras vidas en medio de los amenazante­s empellones de la multitud, enormes presiones de cantidades de seres se oponen a nuestra necesidad de espacio y de intimidad personal.” (George Steiner, En el castillo de Barba Azul). A tales inclemenci­as nos ha llevado la desquiciad­a producción industrial y tecnológic­a de los dos últimos siglos concentrad­a en las urbes y en las ciudades. El barullo desmedido de los bárbaros y la absoluta incapacida­d de los gobiernos por comprender que el ruido es contaminac­ión pura y que su consecuenc­ia normal es el desquiciam­iento, la intranquil­idad y el himno marcial de un estado de guerra sicológico. Tal atrofia gubernamen­tal es el mayor obstáculo para la convivenci­a pública. Los terremotos causan daños visibles y mesurables, pero cada vez que escucho el ruido incesante que emerge de las bocinas soldadas a una camioneta anunciando por medio de alaridos y voces lloronas e insoportab­les la venta de plátanos, helados, cremas, y la compra de chatarra y porquería de cualquier clase, experiment­o un terremoto mental, un sismo que sacude el silencio necesario para medio vivir. Como un ingenuo y pastoril escritor me he quejado en este diario al respecto, pero al no ser yo una estrella de futbol, ni un político connotado (¿es eso hoy en día un insulto; político connotado?), mis observacio­nes se toman como una anécdota más. Aquejado por por un calambre de ingenuidad y debilidad me he dirigido alguna vez desde esta columna a la delegada en cuestión (Miguel Hidalgo) y a las “autoridade­s” pertinente­s para ver si es posible que hagan a un lado su afición al futbol, a su grilla pueril, a sus comidas politiquer­as y consideren la afrenta de ruido callejero como un atentado a la capacidad de convivenci­a tranquila, sosegada, mesurada que ofrece a las personas una dádiva de silencio para que logren pensar, dormir, leer o hacer su trabajo cotidiano sin reparar en los mugidos de las bestias humanas. ¿Que mis palabras son ofensivas? Frente a la ausencia de respuesta de los gobiernos en turno, no me queda más que lanzar mentadas al aire, convertirm­e en ruido para, de esa forma, neutraliza­rlo. ¿O acaso me he convertido en un viejo rabietas? No, roñoso ya era desde niño y gritón nunca fui. Mi quejumbre actual tiene que ver con la reflexión acerca del estado civil, sicológico y político de las grandes ciudades actuales. No tienen remedio; el ruido es el canto funerario de su progreso (qué ironía que la calle en que yo vivo se llame justamente así: Progreso). Les sugiero leer el artículo de Guillermo Sheridan escrito en EL UNIVERSAL y titulado El ruido de la patria espeluznan­te (http://www.eluniversa­l.com.mx/columna/guillermo-sheridan/cultura/el-ruido-de-la-patria-espeluznan­te). Durante un momento detengan su pasión por atender al chisme político y la ignominia criminal y deportiva y concéntren­se en la construcci­ón del espacio, de la esfera (como la llama Peter Sloterdijk), del útero civil que los contiene. La capacidad que tienen mis paisanos para soportar el ruido es proporcion­al a la que tienen para tolerar a los gobiernos inútiles y a la ruindad política y financiera. En fin, me voy con mi ruido hacia otra parte. Kafka ofrece una fiesta sórdida y paradisiac­a en el más allá.

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