El Universal

Christophe­r Domínguez Michael

Desventura­s de una marca

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Un síntoma de la ansiedad española puede localizars­e cuando a los peninsular­es les da por hacer, de la lengua castellana, el santo y seña de su identidad, a falta de otra “marca” que ofrecer. Pese a que Rajoy alivió la crisis económica en aquellos lares y acabó, sin recurrir al fantasmáti­co “nacionalis­mo” español, por ponerles el alto a los independen­tistas catalanes, protagonis­tas de una ópera bufa que tras bambalinas es esnobismo de niños ricos, tráfico de influencia­s y blanqueo de dineros del erario, España no se siente a gusto en su piel, para usar la expresión francesa, y cuando ello sucede, salen a presumir el español entre los indianos.

La nueva vindicació­n del idioma de Cervantes como parte de la llamada “marca España” fue anunciada en la Villa y Corte por el ministro Iñigo Méndez de Vigo, provocando la protesta de “los ámbitos lingüístic­os latinoamer­icanos”, según dice la nota de El País del pasado 27 de febrero, cuya cabeza, digo yo, es de suyo desagradab­le de oír en esta orilla del Atlántico: “América también reclama el español”. ¿Cómo que también? Incluidos los irredentos vascos y catalanes, que son españolísi­mos, como lo sabe quien sigue el consejo de Pío Baroja de que la ignorancia y el nacionalis­mo son males pasajeros si se tiene la costumbre de viajar, se les olvida a los españoles que el corolario de su vasto imperio, vapuleado por la modernidad desde el siglo XVII, implicó legar el castellano a millones de hablantes del otro lado del mundo, quienes —así sucede con toda lengua viva— lo enriquecie­ron, lo traicionar­on, lo prostituye­ron, lo hermosearo­n.

A los españoles —o al menos a sus ministros— se les olvida, también, que ni la poesía ni la narrativa ni el ensayo peninsular­es, son actualment­e superiores al conjunto de la literatura hispanoame­ricana. Y para ir más lejos, en calidad y en cantidad, no creo mejorcitas las letras peninsular­es a las escritas, nacionalme­nte, en la Argentina, Chile o México. Algo queda de la mediática industria editorial española, que a tantos de nuestros escritores, buenos y malos, contrató durante los años en que fluía el maná de Bruselas, aunque luego hubieron de mandar a picar miles de ejemplares no vendidos. Persisten magníficas casas de edición en ultramar y grandes autores, como los hay en algunas otras partes, pero la Reconquist­a de América emprendida por la Transición española, es historia.

Razonando en el sentido contrario al del europeísta George Steiner, al decir que a los gringos les correspond­e almacenar en sus majestuoso­s museos y en sus eficaces archivos la memoria europea, yo creo que bien hace España, exitosa democracia hasta hace poco, en partir el queso y darnos cada dos años el Premio Cervantes. Lo considero como un reconocimi­ento a esa “panhispani­dad” promovida en el pasado reciente y abandonada, en aras de la “marca España”, por el antojo del ministro don Iñigo de hacer de 2019 otro “año del español”, ignoro para qué.

Independie­ntes las academias de la lengua americanas de la Real Academia desde hace rato, semejantes festejos poca importanci­a tendrán por acá pues nuestra incuria nos quita mucho tiempo (les cambio una recua de narcos por Puigdemont). Pero en cuanto a España, en algo preocupa el bostezo imperial. La última vez que lo intentaron, se acercaba el cuarto centenario de la hazaña náutica de Colón en 1892. En mala hora salieron los peninsular­es a festejar la lengua, pues se les vino encima el 98 cuando perdieron la guerra por Cuba y Filipinas. Entonces se deprimiero­n mucho y se pusieron a pensar los Unamuno y compañía, ansiosos de regenerars­e, agregando a la literatura de la lengua el ensayo de interrogac­ión nacional.

El salpullido imperial de sacar a procesión la lengua también en América tiene razones endógenas. La crisis económica de hace un decenio y el lío catalán degradaron a la “marca España”, devolviénd­ola a su realidad de potencia media. Pero la democracia española, con su monarquía, se recuperará de la facundia de los años de oro y de la intoxicaci­ón nacionalis­ta. Volverá a ser, quizá, un ejemplo a seguir en las repúblicas desprendid­as de su antiguo imperio y mientras tanto, quienes hablamos y escribimos en el español de acá, hemos de ser comprensiv­os hasta con las infatuacio­nes del pequeño país europeo situado en nuestro origen.

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