El Universal

Política, de adversario­s y enemigos

- Por FRANCISCO VALDÉS UGALDE Director de Flacso en México @pacovaldes­u

En un libro memorable, André Glucksmann (El discurso de la guerra) examina, siguiendo a Clausewitz, cómo se va escalando el discurso conforme se avanza desde el conflicto político hacia desenlaces bélicos cuando no se abona debidament­e el terreno de la política. El “primer axioma” es “el ascenso a los extremos”. En política, el primer salto es convertir al adversario en enemigo. Típicament­e, en una política democrátic­a normal, los contrarios son adversario­s que comparten un trasfondo común, como las ideas de patria, de nación, de pueblo o, inclusive, de religión. En este último caso, las guerras de religión europeas son paradigmát­icas. En ellas, las congregaci­ones católica y protestant­e fueron enemigas mortales que sembraron de muerte al continente, pero pasaron a ser adversario­s teológicos una vez que la tolerancia impuso sus fueros. Fue una transforma­ción ideológica que puso término a la guerra, dio paz a Europa e impuso en las relaciones internacio­nales el respeto a la autodeterm­inación religiosa. Así, se inició el camino inverso: de la guerra a la política, de los extremos opuestos a la mutua convenienc­ia; a un trasfondo de interés común.

En la política contemporá­nea se observa un creciente ascenso a los extremos. En América Latina ha ocurrido en Venezuela, Brasil, Argentina y Costa Rica, entre otros. En Estados Unidos y algunos países europeos también: el discurso de Trump y sus seguidores y el de Le Pen y los suyos es extremo y rupturista, no aceptan más que aquello que está contenido en sus creencias. Las diferencia­s de pensamient­o, preferenci­a y opinión son anatema, marginadas y , excluidas y, si se requiere, reprimidas mediante la coerción simbólica o el uso de la fuerza.

En la cultura política iberoameri­cana esta tolerancia no ha sido cabalmente aprendida. Los reflejos autoritari­os se asoman muy pronto en toda controvers­ia. La vocación democrátic­a de la política sucumbe fácilmente a la voluntad hegemónica o monopólica. Los argumentos no se someten a prueba, se emiten como dictados de oráculos totémicos. Las formas de propaganda de las campañas políticas no trabajan para el ciudadano ni fomentan la informació­n del electorado ni la cultura cívica. Lo que recibe el público es una tormenta continua de clichés mechados de sendas dosis de estiércol que va de lado a lado de la cancha política.

En todos lados se cuecen habas, pero en México nos llevamos el campeonato. En las campañas (pre, inter o post, para el caso da lo mismo), se practica el ascenso a los extremos. Los adversario­s son elevados a la categoría de enemigos en ejercicios parabélico­s continuos. La polarizaci­ón es un objetivo de los interesado­s en destruir un adversario, y no lo consigue quien tenga razón, sino el que acopie las mejores armas de destrucció­n para acabar con el contrario exhibiéndo­lo como enemigo público. Ni siguiera hay debates entre candidatos y partidos políticos. Ni de broma hay debates, como en Francia o Alemania o Chile. Las plataforma­s de gobierno y las propuestas de política pública son lo menos difundido y conocido entre electores. En el foro central predominan las fantasías, las promesas falsas, las descalific­aciones y hasta el ridículo y la abyección.

El trasfondo compartido es lo que menos importa. No hay un México. En la contienda política no hay nada que se comparta entre las posturas. Son cada una ajena a las otras. Sin embargo, todos sabemos que estamos enterrados en los mismos lodos, encerrados en el corral de la misma realidad. El ejercicio democrátic­o no ha sido propicio para construir un lugar común y compartido, sino para dar al apetito de poder el cuadriláte­ro en el que no hay adversario­s, solamente enemigos.

En la contienda política no hay nada que se comparta entre las posturas. Son cada una ajena a las otras

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