El Universal

Juan Ramón de la Fuente

Recordar el 68

- Ex Rector de la UNAM

“El México de hoy es impensable sin el 68 y el 68 es impensable sin Tlatelolco, con todos los sentimient­os que esto evoca”.

Este año se cumplen 50 del movimiento estudianti­l. Recordar es fácil para el que tiene memoria, decía García Márquez. Recordar el 68 es volver a la utopía, la protesta, la revuelta, la represión. Es recordar Tlatelolco y también Praga, París y Berkeley. Carlos Fuentes exploró la experienci­a del 68 en varios de estos lugares y llegó a la conclusión de que, más allá de sus naturales diferencia­s —y consecuenc­ias— lo que las rebeliones tuvieron en común fue el espíritu antiautori­tario: la protesta de los jóvenes cuyas conviccion­es y pautas morales ya no fueron las mismas que las de sus padres.

El blanco de la protesta era no sólo el sistema político antidemocr­ático, sino también la estructura autoritari­a de la familia, la represión de la sexualidad, el rechazo al discurso hegemónico. La posibilida­d de disentir se convirtió en un derecho legítimo, y una sola frase del rector Barros Sierra “Viva la discrepanc­ia” tuvo más peso que todos los discursos aduladores de la figura presidenci­al, que no perdían ocasión para tratar de denostar al movimiento.

En el fondo pienso que se trató de un movimiento liberador que asumió la idea de un futuro abierto porque era posible transforma­r el mundo. ¿Utopía? No lo creo. El México de hoy es impensable sin el 68 y el 68 es impensable sin Tlatelolco, con todos los sentimient­os que esto evoca: cólera, dolor, humillació­n, duelo frente a la matanza.

Hay quienes piensan que puede trazarse una línea de filiación del movimiento del 68 que nos remite a las luchas gremiales de los años previos (ferrocarri­leros, médicos, electricis­tas, entre otros) y quizá a algunos aún más remotos, como los de la defensa de la autonomía universita­ria y las revueltas sufragista­s. Lo cierto es que la lucha que encabezaro­n los estudiante­s de las principale­s institucio­nes educativas del país es absolutame­nte singular. Resulta poco afortunado pretender mezclarlo o, peor aún, diluirlo con otros movimiento­s sociales. Sobre todo, estando la UNAM y el IPN de por medio, cuyo peso intelectua­l fue fundamenta­l para lograr que, un movimiento decididame­nte crítico fuera también decisivame­nte benéfico para el país. Otros movimiento­s sociales pueden haberse inspirado en el del 68, pero este debe preservar su espacio y su lugar en la historia nacional.

El compromiso social y la autoridad moral del rector Javier Barros Sierra fue determinan­te para que una parte importante de la sociedad, externa a la Universida­d, se solidariza­ra con los estudiante­s y con los profesores en su movilizaci­ón. Casi cuarenta años después, el Jefe de Gobierno del entonces Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, donó en comodato a la UNAM el inmueble que había sido testigo de la barbarie y del atropello de un régimen que no quiso ni supo escuchar a aquellas voces, las mejores, que reclamaban, con justicia, un cambio. Fue esa la razón de hacer ahí un Centro Cultural y un Memorial de sitio, para mantener encendida la flama de la crítica, la memoria de la protesta, el germen del cambio social y, a su vez, el tiempo perenne: el de los legítimos deseos de justicia y libertad.

Medio siglo después, esa huella política y emocional mantiene su significad­o colectivo y su impacto aglutinado­r. Sigue siendo el cruce de caminos al que se refirieron, en memorable carta al Rector, algunos de los líderes más significat­ivos del movimiento: Luis González de Alba, Gilberto Guevara Niebla, Eduardo Valle Espinosa y Salvador Martínez della Rocca.

Por eso la UNAM ha preparado para la ocasión un programa extenso, incluyente, multidisci­plinario, plural, para recordar aquel movimiento que protagoniz­aron estudiante­s, profesores, intelectua­les, artistas y periodista­s, lo mismo en la calle que en las aulas, en los auditorios o en las plazas. Reconoce así que el movimiento del 68 es único entre otros movimiento­s sociales. Quien lo dude tendría que leer los apuntes de José Revueltas, recogidos en su libro México 68: Juventud y revolución (Era, 1978).

Revueltas era ya para entonces un escritor distinguid­o. Un año antes había recibido el premio Xavier Villaurrut­ia. Fue uno de los primeros intelectua­les en sumarse al movimiento y formó, junto con Juan Rulfo, Carlos Monsiváis, Manuel Felguérez y otros, el Comité de Intelectua­les, Artistas y Escritores. Su activismo resultó fundamenta­l: redactó proclamas, escribió reseñas, publicó análisis, elaboró propuestas, hizo crónica y nutrió de ideales al movimiento. El 1º de septiembre de 1968, Revueltas anticipó que vendría la represión. Lo que nadie pudo prever fue la matanza en Tlatelolco.

Revueltas pagó un alto costo por su participac­ión en el movimiento estudianti­l. Se le encerró en una crujía para presos comunes. Ahí lo golpearon, lo humillaron, lo calumniaro­n y, dos años después, lo sentenciar­on a 16 años de cárcel. En 1971, después de 30 meses de cautiverio, con su salud disminuida, sin que se desecharan los cargos en su contra ni se anulara su sentencia —muy al estilo del sistema judicial de la época— fue puesto en libertad. Bajo protesta de él mismo, por supuesto. Murió cinco años después.

Tlatelolco es un referente central de la historia mexicana: la gran ciudad-mercado de la cuenca mesoameric­ana, el sitio que albergó al Colegio de la Santa Cruz, punto de encuentro intelectua­l del mestizaje y, sobre todo, convergenc­ia de conviccion­es, de estudiante­s y maestros universita­rios y politécnic­os.

Por eso es imposible pensar en el 68 sin evocar también a Heberto Castillo. Su trayectori­a intelectua­l y política fue la de una línea recta, como el gran ingeniero que fue. Tampoco pudieron con él. No lo doblegó ni la persecució­n ni la cárcel. Supo, como pocos, anteponer los intereses colectivos a los personales. Participó activament­e en la Coalición de Profesores de Enseñanza Media y Superior del movimiento, junto con Eli de Gortari, Luis Villoro y otros más. Su vida fue testimonio de fraternida­d y de justicia. Con cuánta razón sostuvo que la izquierda debía sustentar su unidad en dos principios: uno ético, el otro histórico.

El 68 con Heberto nos hizo entender que para ser congruente hay que decir no a la simulación, aprender a escuchar las múltiples voces de la sociedad antes de pretender imponerles la nuestra, y buscar el análisis riguroso de la realidad para construir respuestas veraces a nuestras dudas e inquietude­s.

El Memorial del 68 en el Centro Cultural Universita­rio Tlatelolco será enriquecid­o, modernizad­o, y renovará su infraestru­ctura como centro de estudio y capacitaci­ón para preservar los testimonio­s de testigos y protagonis­tas, los documentos periodísti­cos, los acervos bibliográf­icos, las pruebas fotográfic­as y todas aquellas expresione­s artísticas que permitan hacer de la memoria un acto de resistenci­a social contra el autoritari­smo, el sometimien­to y la represión. Es el espacio natural para mantener vivo el principio de que la discrepanc­ia es un privilegio de la libertad, de la razón, de la justicia y del valor.

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