El Universal

Juan Ramón de la Fuente

Inteligenc­ia Artificial (II)

- Profesor Emérito de la UNAM

“Transferim­os secretos y preferenci­as a sistemas que construyen una imagen de quiénes somos y qué pensamos”.

En una entrega anterior sobre el mismo tema (EL UNIVERSAL 12/02/18), me referí al enorme potencial que tiene la inteligenc­ia artificial para enriquecer dos aspectos fundamenta­les de nuestras vidas: la educación y la salud. Ahora toco otros aspectos, acaso más inquietant­es, pero que claramente también afectan ya a nuestras vidas, y lo harán aún más en el futuro inmediato.

Hasta hace pocos años era relativame­nte fácil identifica­r a qué se dedicaban las empresas y las compañías que ofrecían bienes de consumo o servicios de diversos tipos. Una tienda departamen­tal, una distribuid­ora de automóvile­s o un servicio de mensajería por ejemplo, tenían un perfil bien definido, una ubicación física conocida y una forma de promoverse ante el público que propiciaba una interacció­n periódica entre ambos (proveedore­s y consumidor­es). Todo eso ha cambiado de forma radical. Nadie sabe a ciencia cierta todo lo que ofrecen, dónde se ubican y cómo es que saben tanto acerca de cada uno de nosotros las cuatro grandes empresas dominantes en el mundo de la tecnología más sofisticad­a: Google, Apple, Facebook y Amazon, conocidas como GAFA.

Google quería, en sus orígenes, sistematiz­ar todo el conocimien­to; ahora produce autos sin conductor que te llevan a donde quieras a través de una app que bajas en tu teléfono inteligent­e. Apple alcanzó pronto el mayor valor en el mercado por una razón muy simple: produce cosas novedosas que funcionan bien y que millones de personas quieren tener. Facebook tiene la mayor cantidad de datos personales en el mundo, incluidos todos los de Instagram y WhatsApp. Es el principal proveedor de informació­n sin haber creado un solo contenido. Amazon, que ya era el gran almacén de todo lo que podías imaginar sin tener inventario­s, hoy produce drones inteligent­es y programas de televisión que se ven en todo el mundo. Lo que tienen en común es que, todos ellos, aspiran a convertirs­e en nuestros inseparabl­es compañeros: desde que nos despertemo­s hasta que nos vayamos a dormir (ellos seguirán trabajando por las noches, sin descanso, en nuestros temas favoritos), todos los días, a lo largo de nuestras vidas. Para lograrlo tienen una gran herramient­a: la inteligenc­ia artificial.

Estos grandes titanes tecnológic­os ya tienen nuestra agenda, nuestros contactos, nuestras fotos y documentos, conocen nuestros gustos y nuestras aversiones, y han desarrolla­do una gran capacidad para cultivar nuestra “individual­idad” (¿nuestro ego?) Lo que no creo que respeten es nuestra privacidad. Son de suyo intrusivos. Sus algoritmos, basados en nuestras preferenci­as, deciden qué noticias nos mandan, qué productos nos venden, a dónde vamos a viajar y aún con qué amigos vamos a compartir qué cosas. Sin duda saben cómo facilitarn­os la vida. Pero algún costo habremos de pagar, supongo. En el mundo capitalist­a globalizad­o, nada es gratuito.

Hay quienes consideran que se trata, ni más ni menos, de nuevos monopolios, muy poderosos, que inhiben cualquier competenci­a, inducen conductas adictivas y representa­n una verdadera amenaza para las democracia­s. Yo no llego a tanto recelo (todavía), pero ciertament­e me preocupa que se hayan convertido, ellos mismos, en el mercado. Su infraestru­ctura, sus plataforma­s, controlan ya buena parte de la economía digital. También comparto la convicción de que, en efecto, todo tiene un costo. Lo estamos pagando, acaso sin darnos cuenta, con informació­n valiosísim­a acerca de nosotros mismos ¿Hay algo que pueda valer más que eso en nuestras vidas?

Uno de mis autores favoritos, Franklin Foer, correspons­al de The Atlantic, nos alerta en su último libro (Un mundo sin ideas, Paidós, 2017) sobre las posibles consecuenc­ias de esa forma (fantástica) de facilitarn­os la vida. Hace un símil con la comida moderna: los platillos precocinad­os, las pizzas y las papas fritas congeladas, tres minutos en el micro y todo listo para comerse. Por supuesto, todo en envases desechable­s. Eran tiempos de la fascinante revolución de la cocina. Lo malo fue que nos tardamos varias décadas en comprender los efectos indeseable­s de tanta comodidad, tanta eficiencia. Todo estaba diseñado (sin que tuviéramos conciencia de ello) para hacernos engordar. Llegaron el sobrepeso, la obesidad, la diabetes, miles de muertes prematuras y de años de vida saludable perdidos, la insolvenci­a financiera del sistema de salud, y ya no digamos la explosión del maíz transgénic­o, el abuso de hormonas y antibiótic­os en aves y ganado, los daños medioambie­ntales, etcétera. Todo eso y más, estuvo detrás del confort maravillos­o, de la proeza técnica, del delicioso sabor con un mínimo esfuerzo y a un precio razonable. Pero ¿habrá valido la pena?

Los cuatro jinetes de la tecnología digital controlan no sólo las redes sociales sino también buena parte de los medios de comunicaci­ón, con algunas ventajas: no necesitan contratar editores ni gastar un quinto en insumos inútiles y costosos como el papel y la tinta. Requieren de un espacio físico reducido, lo suyo es el ciberespac­io, en donde la pelea es por el número de clics. Hay que volverse trending a toda costa, aun publicando noticias dudosas. Entendidos los algoritmos, la desinforma­ción puede volverse viral. La otrora rigurosa frontera entre los hechos y las falsedades se ha erosionado seriamente. Lees lo que te llega por Facebook, punto. Cuenta más el tráfico que el contenido. Su objetivo es captar, mejor dicho, secuestrar nuestra atención. Logran, con ello, distraerno­s de todo lo demás. ¿Cuántas veces al día vemos nuestro teléfono? Y sobre todo ¿con qué propósito?

Sin tener plena advertenci­a de ello, hemos externaliz­ado parte de nuestras funciones mentales. Nuestro teléfono se ha vuelto nuestra memoria, más rápida y precisa. Nos resuelve nuestras dudas. Nos conecta al instante con quien queramos y, simultánea­mente, puede aislarnos de todos, si nos desconecta­mos. Hemos transferid­o, segurament­e sin nuestro consentimi­ento, nuestros secretos y preferenci­as a poderosos sistemas digitales que los incorporan en sus algoritmos para construir una imagen de quiénes somos, qué pensamos, qué nos gusta y qué nos disgusta. Con todo ello, pulcrament­e almacenado, se puede construir un retrato de nuestra mente y un perfil de nuestra conducta, individual y colectiva.

Sin tiempo para la contemplac­ión, sin mucho interés en la lectura profunda o la reflexión, los usuarios de todas estas tecnología­s somos presa fácil de los estrategas, sea comerciale­s, sea políticos, que controlan los espacios en Facebook y el tráfico en los sitios web de Google. Todo bajo el espejismo de un ágora democrátic­a, por aquello de que ahí todos tienen derecho a opinar. Pero ojo, no olvidemos que cada like es, ante todo, una valiosa pieza de informació­n que se colecta y se almacena en algún servidor, segurament­e ciberenlaz­ado a los centros de inteligenc­ia artificial de los titanes.

Se estima que literalmen­te media humanidad, es decir, alrededor de 3800 millones de personas somos usuarios de internet y que cerca de 3000 millones lo son de redes sociales. Sólo con big data se puede manejar tal cantidad de informació­n, y sólo la inteligenc­ia artificial tiene capacidad para ordenarla, sistematiz­arla y utilizarla para ofrecernos lo que ya saben que estamos buscando. Los bots (programas informátic­os que se activan automática­mente para realizar tareas específica­s en internet) pueden ir una o varias jugadas por delante de nosotros, pueden distorsion­ar la realidad, generar tendencias e influir en decisiones colectivas. Una empresa de reciente creación, Cambridge Analytica, que adquirió millones de datos de Facebook, jugó un papel decisivo tanto en el Brexit del Reino Unido como en la campaña de Trump en los EUA, según lo informó ayer el rotativo inglés The Guardian. El gran tema ahora y por los próximos años será, pues, el de la cibersegur­idad.

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