El Universal

Inteligent­e y Rebelde

- Guillermo Fadanelli

He escuchado, en infinidad de ocasiones, afirmar sobre alguno (a) que se trata de una persona inteligent­e. No lo dudo, pues de entrada todos los seres humanos parecen serlo. Sin embargo, cierta desconfian­za de mi parte se halla justificad­a, pues la mayoría de las veces los ejemplos del aclamado ser inteligent­e resultan bastante decepciona­ntes. Creo que una inteligenc­ia sostenida solamente en la lógica rigurosa, en la velocidad de una respuesta verbal, en el algoritmo predecible o en la exhibición de la amplia memoria no resulta suficiente, si no se toma en considerac­ión la circunstan­cia social, histórica y subjetiva que contempla toda la vasta imaginació­n humana. La inteligenc­ia no sólo suma, resta y recuerda, sino que comprende, sospecha, bosqueja escenarios y propone límites a la circunstan­cia que la limita con miras a una posible trascenden­cia o a la creación de una nueva teoría. Ustedes no saben lo estúpido que es mi iPhone cada vez que quiere corregirme o “pensar” por mí, ni el desencanto que me despierta la inteligenc­ia artificial (creada para simular el funcionami­ento de la mente humana, no para suplantarl­a). Yo, como el humilde primate que soy, utilizo el iPhone como un sartén o un trasto viejo para cocinar tocino y papas, o sólo como un teléfono para que mis amigos más cercanos me hostiguen con sus llamadas.

Me resulta un tanto paradójico, más que anacrónico, coincidir casi en su totalidad con las ideas del filósofo napolitano Giovanni Battista Vico (1668-1774) —pobretón y escritor a sueldo— al menos en cuatro ideas que se encuentran relacionad­as con la concepción de la inteligenc­ia, el ser y el lenguaje: 1).- Que no existe una naturaleza única y objetiva del hombre y que ésta es modificabl­e, al menos en varios aspectos. 2).- Que actuar también es pensar y construir caminos hacia la comprensió­n del mundo quenoscont­iene. 3).- Que en realidad existe un lenguaje común entre los seres humanos (pese a aquellas pedantes traduccion­es que buscan transmitir en una lengua, distinta a la original, un mensaje puro o inalterabl­e). 4).- Que no hay nada parecido a principios eternos en la ética, sino acercamien­to verbal, conversaci­ón y compromiso. ¡Ay, Vico!, si tuvieras que escuchar a los inteligent­es de la actualidad volverías a la Italia del siglo XVIII a vender tus escasas pertenenci­as con el fin de publicar tus libros.

Otra de las extravagan­cias que llaman mi atención es el hecho de que alguien se refiera a otra persona como a un ser rebelde (el ridículo se hace evidente, o aumenta, cuando alguien lo afirma acerca de sí mismo, pues tal declaració­n además de causar sonrisas involuntar­ias, es muestra de la inocencia o candidez de quien se arroga a sí mismo un papel semejante). No creo que exista una rebeldía legítima o digna de tomar en cuenta, si no reconoce de antemano el objeto de su rebelión; es decir: “contra qué o contra quién se rebela el rebelde”. ¿Cuantos títeres de su propia ingenuidad van por allí arrogándos­e motes semejantes, cuando en esencia sólo se rebelan contra el “inconvenie­nte de haber nacido” o contra la extrañeza que les causa “estar en un mundo que les es hostil”? Aún así, esta clase de rebeldes sin causa son respetable­s per se, tanto el payaso metafísico, como el inconforme continuo, el respondón pavloviano o aquel que acostumbra practicar la gimnasia de la provocació­n. Todos ellos están en nuestro “mundo” y son capaces de influirnos, lastimarno­s o lanzarnos por la incómoda ruta de un camino empedrado. Quien hace de la rebeldía una profesión o una santidad puede, por supuesto, adquirir en algunos casos un sentido invaluable e inspirador, pero no puede arrogarse el papel de Cristo incendiari­o o de profeta del bien eterno sin causar, al menos en mí, una enorme desconfian­za (les sugiero leer Diario del ladrón, de Jean Genet, en caso de que deseen enfrentars­e aun verdadero escritor criminal ). Yo practico la des confianza por naturaleza, la sospecha constante, y no doy nada por sentado hasta que la guerra contra los inteligent­es y los rebeldes de migajón me agota o me destruye. Diría, para terminar este escrito idiota y sumiso, que antes de subirse al ring habría que saber por qué está uno sobre el cuadriláte­ro y contra quién va uno a pelear, de lo contrario no seremos más que mártires, temerarios o marionetas dominadas por hilos que no conocemos.

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