El Universal

César Güemes La desaparici­ón de La montaña mágica

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laboral: la cava que te has ido chiquitean­do no se va a llenar sola, ni la plaza de toros (por portátil que sea y las hay de magnífica factura y perfecta funcionali­dad) va a venir a tu mundo cerrado, ni tus amigos van a tener siempre los fines de semana libres para ir hasta donde estás sino que muchas veces es mejor un punto de encuentro intermedio, y porque tampoco los mejores tacos de barbacoa y el litrito de consomé con los que sueles acompañar el futbol los domingos al mediodía tienen entrega a domicilio.

Y pese a todo, reina una balanza invisible entre tus mundos (audioteca y filmoteca incluidas) y el de todos.

Pero la teoría del caos no es gratuita. Y no quiere decir que todo ese ordenado paraíso enloquezca, sino que un día decides incluir en él, del modo más amable posible, a otra persona. Compartes la vida, replicas la alegría, procuras la felicidad y, aquí entra el caos, ofreces vía libre a tu biblioteca, a tus mundos, con enjundia y de corazón. Y lo extraño, y que no menciona la teoría en parte alguna, es que aquello parece funcionar: a la persona en caso le descubres ya no un mundo, sino un universo del que sólo había hecho atisbos muy poco afortunado­s.

Pero ahí está el caos, agazapado, ciertament­e explicable luego de dos cuadernos de notas sueltas tomadas en un lapso de cinco lustros. De forma lamentable, ese caos, esa forma de la traición y el latrocinio doloso, se hace patente luego de que ya nada tiene remedio. Tiene un tributo segurísimo, como todo, pero no remedio.

Tratas de responder, con citas, puntos y comas, a la inquietud de un enorme amigo para que de una vez por todas termine la lectura de La montaña mágica, ese libro extralúcid­o del inalcanzab­le Thomas Mann. Quieres animarlo. Es sólo un pasito. Y sabes que con ello vas a mover a una considerab­le cantidad de lectores a meterse en esa aventura de la cual regresarán muchas veces mejores de lo que son. Y quieres compartir las tres traduccion­es que tienes registrada­s en tu base de datos, cuyas anotacione­s y subrayados dan cuenta de tres etapas de tu vida. Casi puedes ver las páginas: la primera versión cuando en vez de subrayar, iluminabas los renglones con un sencillo lápiz rojo; la segunda cuando pasaste a los marcadores profesiona­les que resaltaban sin lastimar el papel; y la tercera en la que sólo dibujabas globos en las líneas precisas y escribías en los márgenes con un rapidógraf­o de los que emplean a diario quienes fueron tus escasos maestros de diseño en arquitectu­ra.

Y los chingados libros no están. Ni uno de los tres.

Entonces tienes un presentimi­ento sombrío. Buscas en su sitio y fuera de él la biografía que sin deberla ni temerla ni solicitarl­o te firmó Anthony Hopkins, la única vez que tuviste la oportunida­d de estar a su lado en un asunto periodísti­co; y el disco en el que te puso un pareado Joaquín Sabina, luego de una noche de semi-exclusivas en la que una docena de reporteras pintaron sus labios con un beso en la portada (olvidemos nombres y declaracio­nes subidas de tono); y los volúmenes anotados de Chandler; y, entre otras 15 joyas sin valor monetario, los originales corregidos y aumentados de tus novelas. Todo fue sustraído con precisión quirúrjica.

—Fíjate en Arturo Macías –me dice, gentilísim­a, quien debe decirlo—, él sabe que si se tira a fondo en la suerte final, le pueden pegar, pero no por eso dejaremos de verlo en los ruedos.

—Era muy fácil solicitar esos bienes. Los habría regalado hasta de buena gana.

—Lo único que regala Macías son toros, y es posible que lo vuelvan a herir. Pero mira que se levanta, regresa de la enfermería, y demuestra con la espada quién es el que manda. Sólo que ahora la espada lleva mi nombre. @cesargueme­s

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