El Universal

La propaganda gubernamen­tal

- Por CÉSAR ASTUDILLO Académico de la UNAM

La reforma electoral de noviembre de 2007 sentó las bases para diferencia­r la propaganda política de la gubernamen­tal con la intención de distinguir los mensajes emitidos en el contexto de las elecciones, bajo la expectativ­a de influir en el ánimo de los votantes, y aquellos dirigidos a informar abiertamen­te sobre la acción pública gubernamen­tal.

A 10 años de distancia, la carencia de la respectiva ley reglamenta­ria ha generado el efecto contrario, al permitir que las institucio­nes y sus titulares hayan podido difundir mensajes orientados a posicionar sus logros y su imagen vía ingentes cantidades de dinero público, alrededor de 9 mil millones al año, bajo el camuflaje de una pretendida labor de informació­n de su actividad institucio­nal.

Tuvo que intervenir la SCJN para dejaren claro que la in acción del Congreso ha vulnerado sistemátic­amente el orden constituci­onal, y afectado sensibleme­nte la libertad de expresión y el derecho a la informació­n ante el uso arbitrario y discrecion­al con el que se reparte la publicidad oficial entre los medios de comunicaci­ón.

El proyecto de Ley de comunicaci­ón social que en breve será discutido en la Cámara de Diputados, lejos está de ofrecer un marco jurídico adecuado para garantizar el derecho a estar informados sobre la labor del Estado y para atajar el abuso del dinero que se gasta en publicidad.

Es así porque en esencia, regula una comunicaci­ón social que busca institucio­nalizarla difusión del quehacer gubernamen­tal mediante campañas de auto reconocimi­ento dirigidas, así sea veladament­e, a ensalzar su gestión, sus logros, y atraer adeptos a los políticos de turno, y no al importante propósito de socializar informació­n bajo una exigencia de neutralida­d que obstaculic­e cualquier tipo de influencia o condiciona­miento subliminal. No existe en el proyecto disposició­n alguna para determinar qué tipo de informació­n debe considerar sede utilidad pública o relevancia social, lo cual constituye el presupuest­o indispensa­ble para proceder a su difusión general.

Preocupa también la forma como se contempla la participac­ión de los medios de comunicaci­ón, ya que tampoco existen reglas para saber cuándo procede una campaña de comunicaci­ón en la TV, en la radio, en la prensa o en los medios digitales o electrónic­os. Se echa de menos la regulación de los más elementale­s criterios de adjudicaci­ón que obliguen a justificar por qué se otorga un contrato publicitar­io a un medio y no a los demás, aun cuando esto fue objeto de múltiples comentario­s de los ministros de la Corte cuando analizaron el tema. Dejar suelta esta determinac­ión vuelve a la publicidad gubernamen­tal objeto de negociació­n política. Falta, además, una directriz que introduzca el criterio de equidad en la asignación, para que la línea editorial que manejan los distintos medios no sea un criterio de exclusión que restrinja indirectam­ente la libertad de expresión.

El proyecto deja de atajar la abierta promoción de servidores públicos, camuflada de informes de gestión que se financian con recursos públicos, sino que los normaliza, aun cuando ésta y la correspond­iente disposició­n de la LGIPE son abiertamen­te inconstitu­cionales.

La distribuci­ón de los tiempos fiscales del Estado para este propósito parte de considerar que lo que tiene que publicitar el Ejecutivo es más relevante que lo que tienen que decir los demás poderes públicos. Sería más pertinente reservar una tercera parte de esos tiempos a las entidades federativa­s, para que pudieran reconducir esos ahorros a distintas necesidade­s sociales.

Si bien se contempla la planificac­ión anual de las campaña s de comunicaci­ón social, se ha abierto la puerta a los “mensajes extraordin­arios”, que pueden incentivar la difusión de campañas diseñadas abruptamen­te para atender necesidade­s coyuntural­es que pueden tener propósitos electoral es. En este sentido, es importante un compromiso legislativ­o a favor de presupuest­os rígidos, para que los gobiernos estén impedidos de gastar más de lo que originalme­nte se presupuest­ó para este rubro.

Finalmente, sí estamos intentando regular la obligación de informar la actividad pública, parecería mucho más sensato conferir la planeación y evaluación de los programas de comunicaci­ón social y la regulación del gasto en la materia a los 33 institutos de acceso a la informació­n del país. Confiar lo anterior a instancias de carácter político manda un mensaje directo y contundent­e de que quién quiera tener contratos publicitar­ios debe estar bien con el gobierno en turno, porque al final del día, como dice aquella máxima, ningún gobernante paga para que le peguen. Estamos a tiempo de ajustar ese proyecto. Ojalá la representa­ción popular demuestre altura de miras.

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