El Universal

NARCO DILUYE LA VIDA DE UN PUEBLO

En cinco años, las muertes relacionad­as con la delincuenc­ia organizada aumentaron 600% en el municipio, a pesar de los operativos que implementa­n los gobiernos federal y estatal

- Texto: ARTURO DE DIOS PALMA Foto: SALVADOR CISNEROS

Guerrero.— En Chilapa el miedo está impregnado: se siente en las calles, en el transporte, en las escuelas. A partir de las 9 de la noche la ciudad luce vacía. Desde 2014 hay operativos, pero no han funcionado.

EChilapa sta es la historia de terror de una ciudad blindada por policías y militares. Son las 8:30 de la noche, estamos parados justo en la esquina de la avenida Constituci­ón y la calle Andraca, donde está la majestuosa catedral, en pleno centro. Estamos solos, aquí no pasa nadie. Las calles están desoladas, oscuras. Esperamos media hora y nos retiramos sin ver pasar un taxi, un carro, una moto o alguna persona.

Decidimos ir a cenar, tomar algo para después regresar al hotel a dormir. Nos acercamos a un restaurant­e-bar en la siguiente cuadra. En el lugar se escucha música a un nivel bajo y el murmullo de la clientela. La puerta está cerrada. Desde afuera explicamos con señas que queremos comer algo. Uno de los trabajador­es abre el candado de la primer puerta, pero no logra identifica­rnos, se detiene y vuelve a cerrar. Nos niega el servicio.

Regresamos al hotel. Pasamos por el zócalo; está vacío. En el centro de Chilapa esa noche solamente están imperturba­bles los dos taqueros más conocidos, don Toño y El Cuñado. Todo lo demás está cerrado, las farmacias, los cafés, las tiendas de ropa y los centros comerciale­s.

Llegamos al hotel y subimos al restaurant­e. Ya no hay servicio, el encargado nos dice que lo cierran temprano, porque desde la 8:00 de la noche la clientela comienza a desaparece­r. “No tiene caso tener abierto si no llega la gente”, explica sin dejar de acomodar las cosas con la intensión de irse lo más pronto.

Las noches desoladas en Chilapa no son casuales. Están invadidas de miedo y terror. A punta de balas, de muertes y de desaparici­ones han empujado a los pobladores al encierro, al silencio voluntario.

El miedo se percibe, se ve, se vive. Ahora muchas de las casas que aún mantenían sus ventanales amplios pegados a las calles los han parchado con muros. Las bodas, y los 15 años se celebran por el día, nunca por la noche.

“Yo trato de que la violencia no me afecte, pero en Chilapa el entorno te envuelve: ¿A qué vas al zócalo si no hay nadie?”, reflexiona un hombre, quien por seguridad prefiere no dar su nombre.

“En mi familia tratamos de que nuestra vida continúe y que la violencia no nos aterrorice, pero aún así ya no sientes la libertad de antes para caminar por las calles. Ahora te limitas por las balaceras, por la soledad y hasta por la presencia de los militares que te revisan aunque vayas con niños”, dice con un tono que mezcla la resistenci­a y el temor.

En Chilapa se vive un miedo colectivo: a las 8:00 de la noche comienza el encierro de forma casi sincroniza­da. Desaparece­n las combis y los taxis. Los negocios cierran.

De vez en cuando —cada vez más seguido— las ráfagas de las armas apresuran el encierro. Un mensaje difundido por las redes sociales que advierte un enfrentami­ento o simplement­e pidiendo que se guarden es suficiente. En Chilapa en los últimos años cualquier advertenci­a se toma en serio. Acá las advertenci­as, sobre todo las de muerte, se cumplen.

Permiso para matar

Desde hace unos cuatro años Chilapa cayó en un pozo sin fondo. Los capítulos de terror son bastantes y diversos. Acá igual matan a niños que ancianos, a propios y a extraños. A ricos y a pobres, a políticos y a ciudadanos de a pie. A transporti­stas, a profesores, a sacerdotes, a estudiante­s, a meseros, a artesanos, a albañiles, a indígenas y a mestizos. La violencia no discrimina, no se detiene. Parece que hubiese permiso para matar.

En estos cuatro años la muerte, los militares y policías han cohabitado sin estorbo. Desde 2014 se han implementa­do por lo menos seis operativos. Uno nunca antes visto en el país: en enero de 2016 llegaron 3 mil 500 soldados y 250 agentes estatales y federales para vigilar un lugar de 130 mil habitantes. La presencia militar y policiaca no ha inhibido la violencia, sino todo lo contrario, va en aumento. Eso dicen las cifras oficiales.

El Secretaria­do Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública registró en 2012 uno de los años más violentos de México, en Chilapa fueron 29 asesinatos. Al siguiente año, 46. En 2014, cuando Los Ardillos y Los Rojos comenzaron su disputa, 55 homicidios dolosos. En 2015 fueron 82; en 2016, 85 y, en 2017 la cifra se desbordó: 177 asesinatos.

Tan sólo de 2016 a 2017 el aumento fue de 108%. En ese periodo ningún lugar en México aumentó tanto como en Chilapa ni siquiera Tecomán, Colima, el municipio con el promedio más alto en muertes en 2017.

En Chilapa se ha hecho casi de todo y todo ha fracasado. Por ejemplo, el gobierno federal lo incluyó en la estrategia para atender a los 50 municipios más violentos del país. La organizaci­ón México Evalúa revisó la estrategia. Lo analizó ocho meses antes y ocho después de la aplicación de la estrategia. El resultado es que Chilapa comenzó en el lugar 19 y terminó en cuarto, subió 15 puestos.

Apenas el Consejo de Seguridad, Justicia y Paz publicó un informe sobre violencia. Chilapa —entrada y salida a los municipios de la montaña— ocupó el segundo promedio a nivel nacional: 191 homicidios por cada 100 mil habitantes, superior al de Acapulco que es de 113 homicidios por cada 100 mil habitantes.

Civiles son carne de cañon

En Chilapa por lo menos 500 soldados y casi un centenar de policías estatales vigilan las entradas, salidas y hacen recorridos dentro de la ciudad. En muchos de los barrios hay retenes. En medio de esa ocupación, Los Rojos y Los Ardillos operan.

“Hay una complicida­d tácita entre las autoridade­s y los grupos, no tengo otra explicació­n ¿o cómo es posible que en un vehículo puedan trasladar 15 o más bolsas con restos humanos habiendo tanto reten?”, dice el director de Centro de Derechos Humanos, José María Morelos y Pavón (Centro Morelos), Manuel Olivares.

Para Olivares, la disputa entre estas bandas ha puesto a la población civil en medio del fuego. Afirma que 50% de los asesinados son inocentes.

Manuel Olivares señala que en esta zona es muy claro el desplazami­ento y el reclutamie­nto forzado. Se los llevan como sicarios o para el trabajo en el campo: la cosecha, recolecció­n, procesamie­nto y traslado de drogas.

Además ha identifica­do una espeluznan­te tendencia: “Cuando los enfrentami­entos se recrudecen, se recrudece la desaparici­ón”.

El 15 de mayo, en Guerrero comienzan las campaña para los ayuntamien­tos, en el municipio de Chilapa la violencia ya hizo lo suyo: en febrero fueron asesinadas dos precandida­tas a diputadas locales. Una pregunta queda en el aire: ¿los candidatos podrán hacer campaña?

“Yo trato de que la violencia no me afecte, pero en Chilapa el entorno te envuelve: ¿A qué vas al zócalo si no hay nadie?” TESTIMONIO ANÓNIMO DE HABITANTE

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Unos 500 soldados y casi un centenar de policías estatales vigilan las entradas, salidas y hacen recorridos dentro de la ciudad. En medio de esa ocupación, Los Rojos y Los Ardillos operan.
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En esta ciudad, ubicada en la zona centro del estado, el miedo está impregnado: se siente en las calles, en las rutinas de sus pobladores, en el transporte, en las escuelas, en los bares, en el zócalo.

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