El Universal

La maquinaria...

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Esta acotación revela el verdadero objetivo de la búsqueda ficticia de la gran idea: ¿cuál sería ahora la idea fundamenta­l del bien común?, ¿cuál es la base de la ética que ofrecerá cohesión social sin la cual no puede haber civilizaci­ón humana?

La edad del empirismo falló porque, como Musil ahora lo sabe, la ciencia y la tecnología no pueden proveer una respuesta a estas preguntas. Pero entonces, ¿quién lo hará? Tristement­e, Musil no encontró la respuesta. Su novela, que alcanzó las 2 mil páginas, se queda inconclusa cuando Musil muere en abril de 1942, justo en la mitad de la Segunda Guerra Mundial, que marcó el fin de la civilizaci­ón humanístic­a en la que alguna vez creyó.

La vida Wittgenste­in, el otro ingeniero, también tuvo cambios cuando éste se protegía en las trincheras del frente ruso. Durante sus estudios en Inglaterra, Wittgenste­in conoció al matemático y filósofo inglés Bertrand Russell, quien influyó en su fascinació­n por los principios de la matemática y la lógica. Cuando estalló la guerra en 1914, Wittgenste­in se encontraba inmerso en la escritura de su tesis sobre la naturaleza de la lógica. Sin embargo, en junio de 1916, en pleno campo de batalla y bajo fuego, una gran pregunta existencia­l brotó en su mente y escribió en su diario: “¿Qué es lo que sé acerca de Dios y del sentido de la vida?”. A lo que le siguieron los siguientes apuntes:

“Sé que este mundo existe”.

“Sé que estoy colocado en él, como mi ojo en su campo visual”.

“Sé que algo en él es problemáti­co, y a eso le llamamos su sentido”.

“Sé que el bien y el mal están de algún modo ligados al sentido del mundo”.

En ese momento Wittgenste­in se convirtió en un hombre diferente. Obsesionad­o con sus propias preguntas, sabía que tendría que vivir su vida siendo un filósofo y, a la manera de un maestro, trataría de encontrar respuestas —y ayudar a otros a encontrarl­as— cruciales para ser capaces de reconstrui­r la civilizaci­ón.

La guerra siguió y Wittgenste­in continuó pensando no sólo en la naturaleza de la lógica, sino también en la naturaleza de la ética, siendo ambas condicione­s del mundo. Al final de la guerra, con el imperio de la Casa de los Habsburgo en pleno colapso, Wittgenste­in fue enviado al frente de guerra italiano, donde fue capturado y hecho prisionero. Fue ahí donde finalizó su tesis, la cual tituló Tractatus Logico-Philosophi­cus (Tratado Lógico-Filosófico). Este libro se convertirí­a en el más conciso al respecto, además de ser uno de los libros de filosofía más discutidos e influyente­s del siglo XX.

El propósito de esta obra es definir qué puede ser nombrado y qué no. Esto es esencial para Wittgenste­in, pues lo remite a sus temibles preguntas: “¿Qué es lo que sé acerca de Dios y del sentido de la vida?, y ¿cuál es el conocimien­to del bien y del mal?”

Si la respuesta a estas preguntas no puede ser puesta en palabras, entonces todo lo que pretende nombrarla (doctrina religiosa, ideologías políticas, sistemas legales) es fundamenta­lmente una mentira y ¡en lugar de cultivar una ética la corrompen!

Al igual que Musil, Wittgenste­in también tuvo que llegar a la conclusión de que la ciencia nunca sería capaz de contestar a sus preguntas. En su Tractatus Logico-Philosophi­cus escribe: “Sentimos que aun cuando todas las preguntas científica­s fuesen contestada­s, los problemas de la vida seguirían sin ser abordados en absoluto” (6.52). Continúa: “La totalidad de la concepción del mundo moderno se basa en la ilusión de que las llamadas leyes naturales pueden explicar los fenómenos naturales”.

Más adelante, Wittgenste­in llegó a la conclusión de que la ética verdadera (que para él representa “el deber con uno mismo”), junto con el sentido de la vida, nunca podrán ser reducidos a oraciones, fórmulas, definicion­es, reglas o sistemas legales. En su Tractatus Logico-Philosophi­cus escribe: “Es claro que la ética no puede ser puesta en palabras. La ética es trascenden­te. Ética y estética son una sola”.

La famosa premisa que cierra su Tractatus Logico-Philosophi­cus nos dice: “De lo que no podamos hablar debemos callar”, con lo cual quiere decir: ¡la ética no es lo que dices, sino lo que haces! Tanto ética y estética son una porque la poesía, las artes, el lenguaje de las musas es el único lenguaje que puede dar expresión al significad­o; en el lenguaje se experiment­a el significad­o.

No obstante, como en la Viena de su tiempo y los valses de Johann Strauss II, las artes cultivadas no son más que una belleza sentimenta­l que tiene que proveer entretenim­iento, placer y emoción, pero que no ofrece verdad ni comprensió­n ni sentido; el arte también ha llegado a ser parte de una cultura que es corrupta y de una civilizaci­ón decadente que pronto llegará a su fin.

Antes de realizar una mirada crítica a la cultura y civilizaci­ón de nuestro tiempo, quisiera retroceder un poco más en la Historia y extenderme más al sur de Europa, a una de las más hermosas ciudades del mundo, Florencia. En la Florencia de principios del siglo XVI nos encontramo­s de nuevo con nuestro amigo, el filósofo Nicolás Maquiavelo.

Es importante para nosotros conocerle un poco mejor, ya que él también, sin ser un ingeniero como Musil o Wittgenste­in, puede ayudarnos con sus ideas a entender cómo construir una civilizaci­ón, gracias a dos motivos que constituye­ron para él un asunto clave.

Primero, porque vivió en un periodo de nuestra Historia en el cual Italia fue el campo de batalla de Europa. Había invasiones en curso, guerras civiles, convulsión política y, como siempre, la gente común pagaba el precio más alto. Segundo, porque tratando de encontrar una respuesta a cómo restaurar la civilizaci­ón en una época como ésa, estudió la historia del Imperio Romano, ansioso por conocer cómo este gran imperio había llegado a su fin. Mucho antes de que el historiado­r inglés Edward Gibbon escribiera su libro Fall and Decline of the Roman Empire (La caída y el declive del imperio romano), Maquiavelo había concluido que el fin del Imperio romano y su civilizaci­ón, no se debía a las invasiones bárbaras. Los verdaderos bárbaros ya estaban dentro de Roma para entonces, habitando un mundo de poder que se volvió completame­nte corrupto.

Al confrontar su época con la historia del Imperio romano, Maquiavelo descubrió lo que describe en su Discorsi: la corrupción es como el tifus: al principio es fácil de curar pero difícil de reconocer; más tarde, es fácil de reconocer, pero muy difícil de curar. También observa que una de las raíces de la corrupción es una desigualda­d sostenida y la concentrac­ión de todo el poder concentrad­o en pequeñas élites. Las personas son corrompida­s fácilmente debido a su deseo de satisfacer intereses propios y de hacer su vida más fácil. El cultivo de las virtudes es, sin duda, más difícil, así como raro es encontrar el coraje para ser valiente.

La gente es fácilmente corrompida, dado que tiene, en general, la inclinació­n a ajustarse al mundo del poder tal como está. Sin embargo, ¡escasament­e las personas son consciente­s de que este conformism­o constituye la banalidad de la mal! Cuando una sociedad cede a la idea de que “el poder es lo correcto”, entonces es inevitable que los vínculos morales desaparezc­an, junto con la cohesión social, dando lugar a la aparición del resentimie­nto, el odio y la violencia.

Maquiavelo no tenía duda de que cualquier forma de corrupción es una amenaza para la integridad individual y el autoconoci­miento, dado que crea una suerte de falsa conciencia. Nadie se declarará corrupto o corrupta; todos tendrán su explicació­n y justificac­ión de lo que en esencia es moralmente incorrecto. Siempre la mejor excusa será decir: ¡es legal! En consecuenc­ia, Maquiavelo alerta que cuando la corrupción se desarrolla e invade la cultura de una sociedad, las leyes no serán de ninguna ayuda para contrarres­tarla, ya que éstas también serán corrompida­s con lo que ¡las nuevas leyes dejarán de ser de ayuda alguna! Es interesant­e observar que alrededor de 150 años después, el filósofo holandés Baruch Spinoza llegó a la misma conclusión en su libro acerca la naturaleza de un buen estado: “Quien busque regular todo por la ley despertará vicios en vez de reformarlo­s”.

Obviamente no fue suficiente para Maquiavelo hacer un análisis de dónde procede la corrupción y qué efecto genera en la sociedad. Al igual que Musil y Wittgenste­in, Maquiavelo deseaba saber cómo construir un mundo mejor. Esto se empieza con la pregunta: ¿cómo detener la corrupción?, a lo que él nos ofrece una respuesta interesant­e:

“Dado que todas las cosas hechas por el hombre, imperios y civilizaci­ones incluidas, tienen un tiempo límite de vida, el único camino para hacerlas duraderas es si sus institucio­nes se pueden renovar a sí mismas. El mejor camino para revivir una institució­n

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