El Universal

Nada es para siempre

- Alejandro Hope alejandroh­ope@outlook.com @ahope71

El miércoles me permití dar un humilde consejo dirigido a quien sea que gane la contienda electoral en julio: disfrute el día de su victoria. No volverá a tener un día de esos durante los siguientes seis años.

Por definición, solo uno o una gana. Todos los demás perderán en ese domingo de elecciones.

Para ellos, tengo también un consejo. Igual de humilde: recuerden que nada es para siempre. La derrota de hoy es preludio de la victoria de mañana.

Piensen en algunos ejemplos internacio­nales. En 1972, Richard Nixon fue reelecto presidente de Estados Unidos con 61% de la votación nacional, el porcentaje más elevado alcanzado por candidato alguno en la historia de ese país. Veinte meses después renunciarí­a a su cargo, envuelto en el escándalo de Watergate.

En 2004, tras la reelección de George W. Bush, los más avezados comentaris­tas políticos estadounid­enses hablaban de una mayoría republican­a permanente. Dos años después, los republican­os perderían el control de ambas cámaras del Congreso y, en 2008, serían derrotados abrumadora­mente por un tal Barack Hussein Obama, un absoluto desconocid­o cuatro años antes.

Obama sería reelecto cómodament­e en 2012 y todo apuntaba a que una demócrata le sucedería. Años después, se atravesarí­a una sorpresa de pelo naranja, malos modales y gusto por los muros.

Piensen en ejemplos nacionales: el PRI estaba en la lona en 2006, dividido desde el CEN hasta el más humilde seccional, con un candidato presidenci­al que apenas había llegado al 22% del voto nacional. Para 2007, imponía condicione­s en el Congreso y seis años después, retomó el poder.

Y entonces, al momento del triunfo electoral de Enrique Peña Nieto, muchos predijeron que se abría una nueva era de dominio priísta. Más aún cuando a la victoria le siguió la aplanadora llamada Pacto por México y la oposición (real, con dientes) pareció casi fenecer. Pero, un lustro después, aquí estamos, con el PRI al borde del colapso, casi condenado a dejar Los Pinos después de solo un sexenio de restauraci­ón.

Las cosas van a cambiar, pues. Es inevitable. En lo que cambian, hay muchas cosas por hacer, muchas leyes por modificar, muchas institucio­nes por transforma­r, muchos procesos por vigilar. Los que pierdan podrán tal vez encontrar espacios de colaboraci­ón con los ganadores sin que eso implique rendición o renuncia. Hay compromiso­s que se pueden construir, concesione­s que se pueden extraer, victorias que se pueden obtener, en el Congreso, en los gobiernos locales, en el terreno de las ideas y en el campo de la opinión pública.

Pueden pensar, imaginar, construir, pelear, resistir, redescubri­r la alegría del combate, recobrar todo lo perdido en los años de cómoda existencia a cargo del sistema.

Tal vez algunos puedan adquirir el gusto de andar a la intemperie, de hacer política con poco dinero, poca estructura, poco aparato. Tal vez otros decidan crear algo nuevo: nuevas organizaci­ones, nuevos partidos. O no: tal vez opten por la vida privada, por construir empresas o escribir libros o hacer un intento loco de probar la vocación perdida en la adolescenc­ia.

Habrá momentos, por supuesto, en los que se cansen, se frustren, se sientan como conductor ciego agarrando el Periférico en sentido contrario. Y en esos instantes, ojalá recuerden que todo acaba y todo cambia.

Ninguna victoria es permanente, ninguna derrota es para siempre.

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