El lector socialdemócrata que estudió el graffiti a fondo
Entre 1999 y 2000, cuando en México se registraba un boom del graffiti en la periferia de la capital, en Querétaro, un joven Ricardo Anaya (Naucalpan, 25 de febrero de 1979) se vio enganchado con ese mundo donde los chavos se movían entre la clandestinidad y se aventuraban a desafiar las leyes para plasmar sus firmas en los muros. El ahora candidato presidencial de la coalición Por México al Frente (PAN, PRD y Movimiento Ciudadano) rondaba entonces los 20 años, cursaba la licenciatura en Derecho en la Universidad Autónoma de Querétaro (UAQ) y era el titular del Instituto Municipal de la Juventud (1998-2000). Una década después, ese joven que a principios del nuevo siglo desmenuzaba los códigos de las tribus urbanas para documentar ese fenómeno cultural, defendía con obstinación su propuesta de revisar los referentes ideológicos del conservador Partido Acción Nacional en su tesis de doctorado. Quienes lo asesoraron en ese trabajo en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM lo recuerdan como un joven de derecha, aplicado, obstinado y “fresita”.
Nada parecía predisponer a este joven aspirante a abogado, nacido en una familia acomodada en el Estado de México e instruido en colegios privados católicos de Querétaro, a interesarse en un tema sobre las subculturas, tribus urbanas, barrios y periferias. Pero por alguna razón decidió asomarse a ese mundo.
Su libro El graffiti en México ¿arte o desastre?, editado por la UAQ, muestra en sus 226 páginas el acercamiento que Anaya tuvo con la música, códigos y ambientes que rodeaban a los grafiteros de esa época en el país. Entrevistas con figuras como Héctor Carrillo, vocalista de la desaparecida agrupación Salón Victoria; con grafiteros, principalmente con quienes participaron en un campamento organizado por el Instituto Mexicano de la Juventud en Tepoztlán en agosto de 2000; libros en español, inglés y francés; y revistas musicales y especializadas pueblan la bibliografía de esta investigación que realizó mientras despachaba en la dependencia dedicada a la atención de jóvenes en su municipio.
Ahí, en esas páginas que incluyen fotografías tomadas por él en ciudades como París y Berlín, y algunas por su ahora esposa, Carolina Martínez, Anaya traza una radiografía de los grafiteros, describiendo sus vestimentas, ideologías, aspiraciones, preferencias musicales y los territorio donde se desenvuelven. Plantea las consecuencias legales que implican grafitear o taguear una propiedad ajena o espacios públicos sin permiso, pero a la vez hace notar las ambigüedades y complicaciones jurídicas que existen para sancionar las pintas. “En muchas ocasiones, el problema fundamental es el trabajo tanto del Ministerio Público como de los juzgados, por una parte, y la cuestión de la prueba, por la otra”, plantea.
Después de retratar las dos caras de la moneda, el contexto social en que nace esta expresión y las contradicciones que existen en el caso de que los grafiteros sean perseguidos como delincuentes, Anaya plantea que si etimológicamente “el arte es la virtud, la disposición y la habilidad para hacer una cosa” y hay quienes sostienen que arte “es lo que saca de su indiferencia a las cosas: o nos gusta o nos desagrada”, entonces considerar al
graffiti como arte o vandalismo es algo subjetivo. “Sea usted quien dicte al graffiti su sentencia: ¿arte o desastre?”, concluye.
Con esta investigación el entonces aspirante a abogado se graduó con mención honorífica y obtuvo el reconocimiento como el egresado de la Facultad de Derecho de la UAQ con el mejor promedio de su generación. Otro de sus logros fue hacer que el es-