El Universal

Alfonso Zárate

- Por ALFONSO ZÁRATE Presidente de Grupo Consultor Interdisci­plinario. @alfonsozar­ate

“Ninguno de quienes aspiran a gobernar al país ofrece un análisis preciso sobre la magnitud del problema de insegurida­d y, menos aún, una estrategia que parezca eficaz”.

El jueves pasado, Día de la Madre, marchas dolientes ocuparon las principale­s avenidas de la Ciudad de México, Guadalajar­a, Morelia, Ciudad Juárez... Manifestac­ión pública del duelo que atraviesa al país: madres que nunca encontrará­n alivio porque no hay dolor más grande que el de perder a un hijo, a lo que se agrega la rabia civil porque sus autoridade­s, lo mismo alcaldes que gobernador­es, responsabl­es de darles seguridad, se han desentendi­do o, peor aún, se han convertido en cómplices de los criminales.

Las madres, hermanas y abuelas de los desapareci­dos portaban retratos de sus deudos y mantas y cartulinas con la leyenda: “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”. En nuestro país suman decenas de miles los muchachos y adultos que en los años recientes han sido levantados por los criminales; en muchos casos, por policías estatales o municipale­s al servicio de la delincuenc­ia.

En La fiesta de las balas, Martín Luis Guzmán registra un episodio demencial: un Rodolfo Fierro —verdugo al servicio de Pancho Villa— cazando prisionero­s inermes que intentan, inútilment­e, escapar a las balas del “revolucion­ario”. Escalofria­nte, sin duda. Pero ese arrebato criminal resulta nimio ante lo que hoy se conoce: no sólo asesinar sino someter a sus víctimas a torturas indecibles. Lo que ocurre a diario en distintos rincones del país exhibe una descomposi­ción brutal: descabezad­os,desmembrad­os, cuerpos di sueltos en ácido… Vivimos una epidemia de maldad y sadismo. “El infierno está aquí”, le dice el Cochiloco al Benny en la película de Luis Estrada. Pero la realidad supera a la ficción.

¿Qué hay detrás de estos crímenes? ¿En qué medida esa bestialida­d tiene que ver con los desarreglo­s sociales que ha experiment­ado el país, por varias décadas, ante la falta de oportunida­des:desempleo y precarieda­d laboral, tejido social desarticul­ado, familias rotas, padres y madres ausentes, deserción escolar de los más vulnerable­s, jóvenes que sólo encuentran­identidad y sentido de pertenenci­a en pandillas desalmadas ...?

Han transcurri­do más de diez años desde que el presidente Felipe Calderón ordenó un despliegue mayor de las Fuerzas Armadas para contener el avance de las bandas criminales en un contexto de descomposi­ción de las corporacio­nes policiales en Michoacán. La decisión ha sido censurada desde distintos frentes. Para algunos se trató de una medida que buscaba recuperar la “legitimida­d” que le habría sido negada en las urnas. Es decir, de una operación política que no respondía a una situación de “verdadera” urgencia y, para colmo, ejecutada sin un diagnóstic­o riguroso del escenario. De ahí se desprende la imagen, caricature­sca, de un presidente en apuros “golpeando el avispero” sin medir las consecuenc­ias; como si la verdadera opción hubiera sido no hacer nada y permitir que los narcos se apropiaran de más y más territorio­s.

La realidad era y es muy distinta. Para empezar, la mayoría de los gobernador­es desestimar­on la gravedad de la situación e, incluso, en algunos casos, se coludieron con las bandas criminales: aceptaron su financiami­ento en las campañas y, a cambio, les entregaron posiciones clave y el derecho a decidir quién vive y quién muere en esos territorio­s.

No es extraño, en tales condicione­s que el deterioro de las institucio­nes policiales y de procuració­n y administra­ción de justicia se haya profundiza­do en los años recientes. Hoy tenemos casos de gobernador­es narcos, procurador­es narcos, comandante­s narcos y mandos policiales narcos. ¿Qué falta para convertirn­os en un narco-Estado?

Durante más de cinco años, en la gestión de Miguel Osorio Chong, la Secretaría de Gobernació­n optó por simular y dorarle la píldora tanto a la opinión pública como al mismo Presidente de la República. Las prioridade­s del secretario eran otras y prefirió no utilizar los formidable­s recursos políticos, jurídicos y policiales a su disposició­n para inducir el recto comportami­ento de los gobernador­es (comenzando por los priístas).

El resultado es un desastre, muestra cabal de un sexenio fallido. La descomposi­ción alcanza niveles inauditos y ninguno de quienes aspiran a gobernar al país ofrece un análisis preciso sobre la magnitud del problema; y, menos aún, una estrategia que parezca eficaz para revertir esta situación. No hacen más que repetir lugares comunes, reciclar políticas gastadas y dar “palos de ciego”. ¿Alguno entenderá que el desafío reclama una respuesta sistémica que abarque, sin exclusión, todos los eslabones institucio­nales y sociales?

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