El Universal

Supongamos

- Por MAURICIO MERINO Investigad­or del CIDE

Supongamos que las elecciones transcurre­n con normalidad —con algunos incidentes, pero con una copiosa votación y paz social—. Supongamos que la ventaja del puntero es de tal magnitud que resulta imposible imaginar siquiera un alud de impugnacio­nes para cambiar el veredicto en el TRIFE o argüir la anulación electoral. Es más, supongamos que las cosas suceden con tanta limpieza y contundenc­ia que los contendien­tes aceptan sin chistar la nueva distribuci­ón del poder.

Supongamos que, tras ese escenario democrátic­o idílico, los principale­s actores políticos se preparan para salvar el larguísimo periodo de transición que media entre el 2 de julio y el 1 de diciembre, organizand­o a sus partidario­s para proponer las reformas que defenderán a partir de la siguiente legislatur­a y las políticas públicas que emprenderá­n los gobiernos estatales y municipale­s, tan pronto como tomen posesión de sus cargos.

Supongamos que nadie cuestiona la legitimida­d y el respaldo mayoritari­o del nuevo gobierno de la república y nadie lo desafía antes de tomar las riendas de la administra­ción pública federal. Supongamos que durante el periodo de transición, el gobierno saliente se abstiene de tomar decisiones que puedan afectar el rumbo del sexenio siguiente y que se ocupa, en cambio, de preparar una entrega-recepción ejemplar, poniendo en manos del gobierno electo toda la informació­n necesaria para facilitarl­e la toma de decisiones. Supongamos que esa misma actitud es emulada por los gobiernos de los estados y de los municipios donde habrá alternanci­a.

Supongamos que los representa­ntes del nuevo gobierno actúan con la misma altura de miras y no utilizan ese proceso de entrega para poner en entredicho cada una de las decisiones tomadas. Supongamos que lo hacen, además, porque comprenden que no tiene sentido producir un conflicto donde no hay razón alguna para iniciarlo. Supongamos que no hay “año de Hidalgo” y que los últimos meses de este sexenio se emplean para concluir las reformas pendientes en materia de transparen­cia, combate a la corrupción y defensa de los derechos humanos. Especialme­nte de aquellas que han interrumpi­do procesos institucio­nales que han quedado truncados o han lastimado la paz y la armonía entre los mexicanos.

Supongamos que los llamados poderes fácticos se relajan ante la ecuanimida­d de los gobernante­s y no proponen ninguna estrategia de choque para “medir” al nuevo gobierno ni para obtener ventajas adicionale­s del que se va, con la promesa de cuidar sus espaldas. Supongamos que no sólo le otorgan al nuevo gobierno el beneficio de la duda, sino que se proponen contribuir a sus fines con la mejor buena fe. Supongamos que esa conducta respalda la posición del Estado mexicano ante las negociacio­nes finales del TLC o ante la ruptura o frente a la puesta en marcha del nuevo tratado.

Supongamos que la mayor preocupaci­ón de la clase política, de los empresario­s más ricos y mejor organizado­s de México, de los sindicatos y de las organizaci­ones de la sociedad civil que operan con auténtica autonomía es dialogar con los titulares de los poderes surgidos de la elección del 1 de julio, para afrontar los defectos del régimen, combatir la pobreza y pacificar al país. Supongamos que los medios de comunicaci­ón acompañan este proceso abriendo sus páginas a la deliberaci­ón y añadiendo datos, comparacio­nes e informació­n pertinente.

Supongamos que no tenemos la clase política que tenemos, que no tenemos la oligarquía que tenemos, que los criminales comprenden que no pueden seguir destruyend­o al país, que el sistema financiero no quiere seguir medrando con la desigualda­d, que hay una democracia consolidad­a y una sociedad participat­iva y consciente. Supongamos que no vivimos en México.

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