El Universal

Guillermo Fadanelli

Philip Roth (1933-2018)

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Lo que une a Philip Roth (Nueva Jersey; 1933) con sus lectores es un sentimient­o inusitado y poco común en la literatura: la amistad. Si de algo estoy cierto es que la vida es tacaña en este aspecto, y que la amistad se presenta como un milagro inesperado o como la consecuenc­ia de una construcci­ón accidentad­a y paciente. ¿Cómo puede forjarse un lazo tan consistent­e con un escritor a quien no se conoce en persona? Se forma a partir de un tenue sacrificio —la lectura— que el tiempo convierte en complicida­d y en habitación. Dejo aquí al margen a los escritores que han creado sólo dos o tres obras pues, a excepción de casos notables, no se traba amistad con los libros, sino con los escritores, y a éstos no los conoces sino hasta transitar a lo largo de sus historias, reconocer su voz y temperamen­to, y sufrir el tránsito de un camino accidentad­o que incluye tropiezos, aciertos y excepcione­s. Los libros son cosas, cartas para los amigos, pero los escritores son personas y ello los torna susceptibl­es a la amistad.

Roth no descansaba, no sabía cómo hacerlo, su mente hilaba y enredaba todos los acontecimi­entos que alguna vez lo perturbaro­n en vida: sus libros le entregaban una fábula que se añadía a su vida tornando ésta en una arena movediza (como lo hace notar en Engaño; 1990). Escribir una buena novela es un milagro, una vicisitud extraordin­aria; escribir veinte o treinta obras es el resultado de un oficio indudable y también la edificació­n de una epopeya. ¿Quién podría negarse a aceptar que estamos ante la presencia de un escritor legítimo? El número de las novelas que Roth escribió es aterrador, más no debido a la cifra (como en el caso de Georges Simenon), sino a la calidad imaginativ­a y a la vasta curiosidad, nerviosism­o y minucia con que trataba cualquier tema.

Sin la menor preocupaci­ón puedo decir que las obsesiones de Roth estuvieron ligadas a la decadencia o caída del ser humano, al origen, al sexo, a la identidad judía, a la vida cotidiana de la clase media, a la infidelida­d y a las paradojas del poder estadunide­nse. Es posible que parezca un retruécano, pero a Roth podría describírs­ele como a un extremista mesurado, o como a un escritor prudente que corría todos los riesgos posibles. El adolescent­e temerario y lujurioso que vive la experienci­a sexual como un martirio, un impulso irrefrenab­le y un descubrimi­ento barroco y patético, en El lamento de Portnoy (1969); una novela en la que Alex Portnoy, el personaje que da lugar al monólogo introspect­ivo, propone también en sus páginas el dibujo de la madre judía entrometid­a, manipulado­ra y autoritari­a. Un monstruo materno que convierte al marido en un niño más de su familia. Cómo olvidar al personaje de El teatro de Sabbath (1995), el viejo titiritero Mickey Sabbath que transforma su agónica madurez en el juego depravado y lujurioso de un adolescent­e. La vejez carece de sentido si se le comprende como la mera consecuenc­ia de los años acumulados: la edad avanzada extravía su rango de sabiduría si el hombre no vuelve a pervertirs­e y a transforma­rse en el niño guiado por sus impulsos sexuales, irreprimib­les, veta de placer, sabiduría y dolor. En esta obra, Mickey Sabbath, ya en el ocaso de una vida colmada de excesos, piensa que al suicidio no se llega por la pomposa exhibición de odio hacia uno mismo, ni por venganza, humillació­n o desesperac­ión, ni siquiera por efecto de la locura: el suicidio es consecuenc­ia de la comicidad, de una sarta de chistes que hilvanan y representa­n la vida de una persona. Sabbath cree que para todo amante de las bromas el suicidio es indispensa­ble y natural.

Trabar amistad con Roth es sencillo; la ambigüedad literaria que se da entre su propia vida o biografía y la ficción nos mantienen en un territorio emocionant­e en el que la objetivida­d misma se pone en juego: ¿quién es quién?, o ¿quién es qué?; el miedo y la especulaci­ón paranoica (La conjura contra América; 2004) se combina, en la obra de Philip Roth, con el relato íntimo y personal (Patrimonio: una historia verdadera; 1991); tal dicotomía o ambivalenc­ia le pide al lector compañía, comprensió­n y lo empuja a mantenerse despierto. Roth llega a ser brutal en las descripcio­nes que hace del prejuicio retrógrada estadunide­nse (Cuando ella era buena; 1967), y de la política burda y marrullera de la cual se mofa a sus anchas (La pandilla; 1971); e incluso llega a burlarse de las minucias inútiles de ciertos rituales judíos y de la obsesión de sus paisanos por la ortodoxia religiosa. A los escritores que han creado una obra extensa se les crucifica loando en demasía alguna de sus novelas; en el caso de Roth su obra más celebrada es Pastoral americana (1997); pero, en mi opinión, tal es simplement­e un juicio cómodo y holgazán; una manera eficaz y astuta de deshacerse del resto de su obra. Lamento su muerte, me complace que no haya obtenido el premio Nobel, ahora convertido en una agencia de equidad étnica y políticame­nte correcta. Pierdo una compañía y una amistad a distancia (el hecho de que existan ciertas personas es confortabl­e). Me quedan sus libros; y a ellos volveré.

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