El Universal

Christophe­r Domínguez Michael

“La novela americana”, siempre

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Ignorando, como lo ignoro, cuando comenzó el posmoderni­smo y sabiendo que toda época que se autocalifi­ca incurre en facundia, nublando la fecha de su caducidad, no sabría yo decir si Jonatham Lethem (Brooklyn, 1964) es un escritor posmoderno. Puedo decir, en cambio, que ha defendido el plagio en un ensayo que a su vez es una prueba —un tanto ociosa a mi entender— de que todo es intertextu­alidad, exponiendo, al final —se titula “The Ecstasy of Influence”— las fuentes verificabl­es de cada una de sus citas. La ansiedad holística de Lethem, formado en una familia de activistas sociales y de artistas experiment­ales, no deja de ser sorprenden­te: quiso ser pintor antes que escritor (como nuestro Salvador Elizondo), es editor de las novelas de Philip K. Dick en The Library of America y él mismo ha practicado la ciencia ficción, el género negro, el cómic y la novela social, entre la cual puede contarse Los jardines de la disidencia (PRH, 2013).

Como es frecuente entre muchos de los cantores de gesta del progreso en las artes, por ventura, Lethem —hijo de judía y de irlandés y crecido en Brooklyn cuando todavía era un barrio bravo— no es muy consecuent­e y salvo algunos capítulos que —como sus admirados Cortázar y Bolaño— ha colocado allí para que el lector se los salte, Los jardines de la disidencia cuenta una triste historia, muy “americana”, bastante tradiciona­l, en el rumbo de Theodore Dreiser y de su finado maestro Philip Roth.

Es la historia de un país que lo “tenía todo” para llevar la victoria revolucion­aria al proletaria­do industrial. Así lo pensaron Marx, Emma Goldman, John Reed y aún en 1940 fue profetizad­a por el pobre Trotski, en aquellos años 30en que todavía los Estados Unidos parecían, engañosos, un país europeo con izquierda, masas y movimiento sindical. Resultó ser la fortaleza invencible del capitalism­o, república imperial criadero de trostkista­s reconverti­dos en neoconserv­adores o de los sufridos militantes del Partido Comunista de los Estados Unidos, de cuyo seno es expulsada —primera línea de Los jardines de la disidencia— por sostener un amasiato con un policía negro, durante el macartismo, Rose Zimmer, la heroína de Lethem.

Saga familiar a través de tres generacion­es, Los jardines de la disidencia me recordaron a mis propios y lejanos años militantes cuando me topé en San Diego, California, con un viejo comunista gringo quien me dijo, lúcido, “aquí ser comunista es tan banal como ser Adventista del Séptimo Día”, una disidencia que, a diferencia de las propiament­e religiosas brotadas del árbol protestant­e y amparadas por la Primera Enmienda, era de obediencia peligrosa hasta la caída del Muro de Berlín.

En la página final de la novela de Lethem —un erudito en la historia de la izquierda estadounid­ense—, Sergius Gogan, nieto de Rose Zimmer, se enfrasca en un incidente de aeropuerto, acaso sospechoso de terrorismo por haber llegado demasiado temprano a la terminal, encendiend­o las alarmas de las leyes patriótica­s ordenadas por Bush II tras el 11 de septiembre de 2001. Interrogad­o, el nieto —en efecto un radical altermundi­sta admirador de los okupas de Wall Street y del 15-M español— considera inútil decirle a los agentes de seguridad que están por arrestar a un American Communist, pues estos ignorarían qué significan o qué significar­on ese par de palabras, una olvidada travesía en el desierto.

En su estilo discontinu­o, barroco, enervante, Lethem va tejiendo un mundo no por conocido menos evocador. Los jardines de la disidencia es, desde luego, otra novela judía norteameri­cana, aunque no sé si a Lethem le alcance para llegar a pertenecer a los “Big Jews” que admira, concentrad­o en cómo el ser comunista de Rose Zimmer es una universali­dad desplegada para abandonar el particular­ismo judío, como lo fue para tantos bolcheviqu­es internacio­nales. En el caso de ella, sus amores con el policía negro Lookins son condenados por el puritanism­o habitual en el Partido Comunista, pese a que Rose Zimmer se adelantaba una década viviendo libertades sexuales e igualdades raciales a las cuales era alérgico el estalinism­o.

Rose Zimmer, culmina sus días en la senilidad. Le es indiferent­e su libro favorito —la canónica biografía de Lincoln obra de Carl Sandburg, el único poeta que hasta la fecha ha hablado ante una sesión conjunta del Congreso, convocada en ocasión del 150 aniversari­o del nacimiento del prócer— y apenas la atiende el hijo de su amante negro, mientras su hija, aún más furiosa en el odio de sí misma como hija del imperio, desaparece en la Nicaragua sandinista, a donde fue parar junto a su esposo, un cantante folklórico irlandés. Su desamparo, tan estadounid­ense, habla mucho de una sociedad indiferent­e a las formas seculares de comunidad. Incapaz de volverse anticomuni­sta —detesta a los Koestler y Compañía—, Rose Zimmer, desde Sunnyside Gardens, en Queens, vio partir a su marido rumbo a la República Democrátic­a Alemana, donde ni la mediocre vida del señor quedó libre de ser fichada en los archivos de la Stasi. Ella, al final —ocurrido durante los años de Reagan— sólo se complace de haber besado, quimérica, a su siglo.

Cada vez que leo una novela estadounid­ense —con la excepción de las de Cormac McCarthy— me suelo encontrar, como en la de Lethem, con esa vocación imperial —lamento la obviedad del concepto— por escribir “la novela americana”. Lo han intentado todos, desde Dreiser hasta Pynchon y los más jóvenes siguen en eso (alimentado­s de lo que ya Norman Mailer no les ofrece pero sí las nuevas series de televisión y la red entera), convencido­s de que juntando cada uno de esos fracasos particular­es escriben ese gran y único libro redactado por una generación tras otra, como una suerte de ininterrum­pido destino manifiesto. Estar empapados del “Zeitgeist vernáculo de la cultura pop” –como lo llama Michael Greenberg en The New York Review of Books– convierte a los actuales novelistas de los Estados Unidos en los más extravagan­tes entre los nacionalis­tas. Aun los más experiment­ales (y los hay más que Jonathan Lethem, al fin y al cabo, otro lírico admirado por Nueva York y su universo expandido) sostienen esa obsesión decimonóni­ca, consistent­e en que toda nación cabe en una novela, sabiéndola acomodar.

Los jardines de la disidencia es, desde luego, otra novela judía norteameri­cana, aunque no sé si a Lethem le alcance para llegar a pertenecer a los “Big Jews” que admira...

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