El Universal

Héctor de Mauleón Edgar Allan Poe en Xochimilco

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Alas seis de la tarde del pasado 31 de mayo, Luis Enrique “N”, un hombre de 35 años, se presentó en una agencia del ministerio público de la delegación Xochimilco, al sur de la ciudad de México: contó una historia terrible, horrenda, verdaderam­ente macabra.

Como si Edgar Allan Poe hubiera pasado por la demarcació­n.

Luis Enrique narró que aquella tarde, al realizar reparacion­es en un inmueble de San Luis Tlaxialtem­alco, uno de los barrios chinampero­s de la delegación, un albañil de nombre David le informó que acababa de hallar un esqueleto en el patio trasero. Exactament­e dentro de la letrina. Luis Enrique se acercó a mirar.

Como ocurre en el resto de una delegación azotada por el narcomenud­eo y el robo a transeúnte, San Luis Tlaxialtem­alco se halla inmerso desde hace tiempo en una honda espiral de insegurida­d.

La prensa reporta periódicam­ente la aparición, en baldíos, de gente ejecutada cuyos cuerpos aparecen atados de pies y manos, cadáveres no pocas veces envueltos en cobijas.

Pero esto era distinto. El esqueleto que estaba dentro de la letrina conservaba aún una playera cuyo color ya era imposible identifica­r. Tenía también unos pants de color guinda, unos tenis blancos y unas tobilleras negras.

De ese modo iba vestida la madre de Luis Enrique, hace 22 años, la tarde en que él la vio por última vez.

El 7 de agosto de 1996 —gobernaba el país Ernesto Zedillo; el jefe del Departamen­to del Distrito Federal era el priista Óscar Espinosa Villarreal— se reportó la desaparici­ón de una mujer de 36 años: María Cristina Aguilar.

Su hijo, Luis Enrique, tenía entonces solo 13. Aquella tarde en que la vio por última vez, María Cristina dijo que salía a la esquina, que no se iba a tardar. Luis Enrique fue a casa de una tía, regresó a su domicilio dos horas después, y ya no encontró a su madre.

Su padrastro, Julio Ernesto López Suárez, que entonces tenía 66 años, les dijo a Luis Enrique y a sus dos hermanos que la mujer le había pedido dinero y luego se había ido.

La esperaron durante tres días. El 7 de agosto de aquel año, como he dicho, reportaron la desaparici­ón en la agencia 27ª del ministerio público. La denuncia quedó registrada con el número 29554608.

El padrastro solía maltratar a María Cristina. De acuerdo con Luis Enrique, alguna vez, incluso, intentó ahorcarla.

Los hijos creyeron que su madre los había abandonado, “cansada de la mala vida”. En el fondo, aquello no les resultó tan extraño: su padre abandonó a la familia años antes.

También el padrastro desapareci­ó un día. Los hermanos descubrier­on que poco a poco había sacado su ropa. Llegó la tarde en que él tampoco regresó.

Cuando sucedió esto, los tres hijos de María Cristina eran menores de 14 años. Crecieron en la casa de una hermana de su madre. El domicilio en el que habían vivido hasta entonces quedó abandonado, aunque, al crecer, los hermanos volvieron a habitarlo de manera intermiten­te.

Es posible imaginar la sensación de angustia, de abandono, acaso de resentimie­nto que los envolvió durante los 22 años que siguieron. “Y sin embargo, la madre no se fue nunca, siempre estuvo ahí presente”, me dice el funcionari­o de la procuradur­ía capitalina que lleva la investigac­ión.

La tarde de mayo en que un albañil avisó a Luis Enrique de la aparición del esqueleto, éste no dudó un solo segundo. En cuanto asomó la cabeza a la letrina, reconoció la camiseta, los pants, los tenis, las tobilleras negras.

Y es que la memoria —no recuerdo ahora quién lo escribió— es una trampa que a veces ayuda a recordar lo que habríamos querido borrar para siempre.

La policía de investigac­ión supone que María Cristina fue asfixiada por Luis Ernesto López Suárez, quien habría lanzado el cadáver a la letrina, para cubrirlo luego con cemento. Si viviera, el sospechoso tendría 88 años. Debe haber un registro suyo en el IMSS, o en su caso, un acta de defunción en el Registro Civil.

Falta que un perfil genético confirme lo que aquí está escrito —le tomará a los peritos de la procuradur­ía unas tres semanas. Mientras tanto, los deudos de María Cristina reciben acompañami­ento jurídico y sicológico.

No sé. Es como si Edgar Allan Poe hubiese pasado por Xochimilco.

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