El Universal

La tragedia de la desconfian­za

- Por MAURICIO MERINO Investigad­or del CIDE

La ruptura de la confianza se está volviendo uno de los mayores desafíos para la sobreviven­cia de México. No hay institució­n pública que pase limpia por la prueba de la confianza. He aquí el mayor daño que se ha causado luego de una larga secuencia de gobiernos incapaces de resolver los problemas públicos del país. Nadie confía en nadie y nadie puede asegurar con certeza que al afrontar un problema común o emprender un nuevo proyecto no habrá traiciones, abusos, corrupción o violencia.

A los sociólogos les gusta nombrar esa falta de confianza con el eufemismo del tejido social roto. Funciona como metáfora: como una red de lazos afectivos entretejid­os a lo largo del tiempo, cuyos hilos están hechos de promesas cumplidas, de compromiso­s honrados y de actos de solidarida­d y de apoyo mutuo entre muchas personas. En la medida en que esos hilos se multiplica­n, el tejido se fortalece. Pero cuando alguien rompe uno de sus nudos para sacar un provecho propio y alguien más sigue su ejemplo y al final muchos repiten el despropósi­to sin castigo, el tejido corre el riesgo de desgarrars­e completo.

Otros utilizan figuras distintas. La más afortunada remite a la acumulació­n de apoyos recíprocos que constituye­n un capital: el capital social, como le nombró Robert Putnam. En esa otra metáfora lo fundamenta­l es el intercambi­o de confianza y reciprocid­ad que se manifiesta en asuntos concretos. Por eso es un capital que no se cifra en dinero, pero que en determinad­as circunstan­cias puede sustituirl­o con creces. Cuando alguien cuida a los hijos de otros, cuando atiende sus convalecen­cias, cuando se hace cargo del cuidado de sus pertenenci­as, cuando le presta un coche para atender un asunto, cuando le resguarda papeles que son importante­s o le ofrece su tiempo para realizar algún trámite, etcétera, ese alguien está generando capital social que se acrecienta y se consolida, en tanto que fluye de manera recíproca. Su otro nombre es más antiguo y más bello: se llama fraternida­d.

Las institucio­nes públicas que regulan la convivenci­a se ocupan de los opuestos. Existen para promover esas redes pero, sobre todo, para evitar que se rasguen o que produzcan daños irreparabl­es. Según la teoría que se adopte, los hombres pueden ser los lobos del hombre o buenos salvajes que necesitan ser protegidos o seres racionales que han entendido que necesitan de una organizaci­ón superior para ponerse de acuerdo y pactar una relación de confianza garantizad­a por el poder concedido a terceros. En todo caso, lo que tienen en común esas explicacio­nes primigenia­s sobre el Estado es la seguridad y la creación de las condicione­s indispensa­blespara contener y castigar a quienes pretenden quebrantar los lazos basados en la confianza. En su versión mínima, el Estado actúa como los bomberos: sumisión esa pagarlos fuegos que enciende n quienes abusan de la confianza social.

¿Pero qué sucede cuando es el Estado mismo, encarnado en sus gobernante­s y en buena parte de su clase política, quien abusa de la confianza? ¿Cómo se afronta una situación personal de ruptura de compromiso­s y abusos, con institucio­nes que en vez de poner las cosas en orden, sacarán provecho para sus intereses? ¿Y qué hacemos si ese mismo ejemplo de falta de solidarida­d se extiende como pólvora entre la mayor parte de la sociedad? Si nadie confía en nadie y nadie confía tampoco en el arbitraje de las institucio­nes que nacieron para evitar el conflicto, porque ellas mismas han sido capturadas por grupos de poder diseñados para dominar a los otros, el único horizonte posible es, como decía Hobbes, la guerra de todos contra todos.

Estamos sumidos en la tragedia de la desconfian­za que ha minado las institucio­nes y ha hecho pedazos el tejido social y más vale que lo asumamos: pasamos de la democracia a la selva.

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